viernes, 11 de junio de 2010

No es sorprendente que durante la década del 90’ la potencia de una vocación sea sentida aún más hondamente como una experiencia dolorosa porque ella incidía sobre una sociedad que está advirtiendo que había dejado de ser lo que esperaba repetir de los logros de un mundo que tarde o temprano se descubriría acabado. La elección prematura de una actividad, trabajo, rama del saber, arte a la que dedicarse, es siempre un dilema en esos umbrales en los que nuestras decisiones corren el riesgo de convertirse en quijotadas. Mientras el menemismo supo crear las condiciones más bravas de posibilidad para el neoliberalismo cuya supervivencia estaba asegurada por las poderosas raíces que en la sociedad ha plasmado, solo unos años después comenzaba ya hacerse evidente la fragilidad de las elecciones de las que es difícil tener una consciencia temprana, improvisadas durante fugaces momentos de tránsito según ideas que habían dado ocasión de sostener ese otro mundo que dejaba de ser, hasta el punto de poder figurarse como huidas al presente. Para algunos, constituyó un acontecimiento en sus vidas, una ruptura en las series temporales, nudo problemático que se descubrió bien pronto que no tenía modo de desanudarse y que de alguna manera introdujo una serie de desgarramientos que dejarían una herencia que, en efecto, crearon una sociedad nueva en la que aún estamos metidos. Me pregunto si era acaso una decisión imposible, en el fondo siempre interrogada por el quién serás, por los rellenos a la existencia, por los sentidos morales de antaño, las exigencias sociales que marcan a los cuerpos. Vivimos obsesionados por la corporeidad, sin alcanzar siquiera una conexión tal con el fondo material de las cosas. Sobrevolando la superficie en la que las cosas y los hombres aparecen, en mi país, no alcanzamos jamás la materialización de esas representaciones que nos hacemos prematuramente. Quizás, pienso, aquello se deba a que nos prefiguramos significados de mundos que dejan de ser y el choque posterior entre lo que solo vive en nuestras imágenes del mundo y lo que efectivamente sucede en él, nos encuentra desprevenidos, mal preparados…De allí, de la agitación a la desilusión-maníaca hay solo un paso. La década durante la cual atravesé mi adolescencia fue la de una serie de muertes anunciadas: la muerte de la historia, del hombre, de la filosofía, y también, entre ellas, cabría decir que, con la economización de la cultura, se produjo una suerte de muerte de la vocación. No por efecto de la economía sino por una transformación inédita del mundo en la que un nuevo fantasma amenazaba las representaciones sobre el futuro: la desocupación. Por aquél entonces ese futuro cercano no era claro. Ya se escuchaban las voces de nuevos sacerdotes aconsejándonos pensar en cierta elección en base a las posibilidades de empleo. El futuro era de la ciencia y técnica. Aunque aún entonces el ideal en nuestro país era la ya vetusta creencia en los hombres de acero. En verdad los analistas simbólicos, las tecnologías gaseosas, los empresarios, que pronto se pondrían de moda, comenzaban a despuntar su brillo. Y en efecto el destino de Latinoamérica en la nueva división internacional del mundo era el de la producción, mientras que los países centrales serían quienes más interesados se mostrarían en las ventas de servicios y la compra de acciones. El discurso técnico-científico antiliberal latinoaméricano ya podía avizorarse desde la década del 90’, pero no estábamos listos para percibir lo que esto significaría y quizás no había posibilidad de conocerlo, aunque sí de pensarlo. Todavía estamos a tiempo. Que no tiene modo de perdurar lo hemos descubierto prontamente, quizás sin demasiadas sorpresas, aunque a pesar de esto mismo, nos rehusemos a su muerte.