domingo, 25 de enero de 2009

Estese Confuso- Alfredo Casero


La palabra, la voz y gestualidad de Alfredo Casero es su arma artística poderosa, no requiere de artefactos para hacer malabares, de disfraces para construir el personaje o escenografías que le recuerde al público lo pequeños que son ante lo sublime. Caseros es grande, a pesar del escenario, dentro y fuera de él, pero ante todo sobre él es una artista, un hombre que, como el mismo afirma, ha optado por hacer lo que le da la gana. Lo sublime y trascendental, el rey y la soberanía del arte de los poderosos, con sus artificios y espectacularidades, es desnudado con música, humor e inteligencia caprichosa. Hay un guión, pero no una explicación subyacente a todo el caos del monólogo, en ninguna parte del espectáculo, de un momento a otro, se desenrollará un desenlace que cierre la obra, solo nos sorprende si podemos seguirlo sin dejar de estarnos confusos. La obra se compone de escenas fragmentadas, toda una serie de personajes de él mismo y sus otros, reflexiones, situaciones, pensamientos, que van fluyendo y entremezclándose y de ese embrollo de palabras inventadas, desconexiones y otras formas posibles de decir lo mismo y lo diferente, surgen sensaciones, carcajadas, pero también una posición sobre la dimensión política de las máquinas, los fluidos corporales, las palabras y personajes de la vida cotidiana del ser nacional. En estese confuso adelanta que este es un gran momento para intervenir en el arte, lanza contragolpes contra el sentido común, desentornilla la economización de los modelos de vida (de comprar el celular, a comprar el auto, del auto a la casa, y de la casa al perro y luego un hijo, para cambiar el auto, y no llegar a ningún lado), se mofa de los garúes de la calidad de vida y la comercialización del discurso mediático (alfajores holográficos para niños, deslegitima la empresarización de la constipación femenina, ridiculiza la falsa manipulación mediática) personifica la conchudez, se adentra en la profunda relación del hombre y la mierda, nos asombra con magia sin trucos, canta cualquier género y en cualquier lengua, hasta inventada, como los mismísimos dioses. Se vale del lenguaje visual, publicitario y cinematográfico, dándonos la sensación de que estamos en el cine para ver una película, pero no intenta vendernos nada, sino utilizar ese formato conocido para ridiculizar la cultura del espectáculo masivo al servicio de la publicidad y decirnos otras cosas que no esperamos escuchar. Se trata de un minucioso trabajo experimental sobre el disparate y lo absurdo de la realidad, contra toda soberanía del orden del discurso.

martes, 20 de enero de 2009

El Onryo: mitología oriental llevada al cine de terror



La adaptación de Tusuruya Namboku de una obra Kabuki basada en un onryo, Yostuya Kaidan, estrenada en 1826, es un ejemplo de eficacia literaria y visual. Fue primero numerosas veces representada, luego se volvió el tema preferido de artistas como Tsukioka Yoshitoshi y Shunkosai Houkuei y, más tarde, fue adaptada para el cine siendo muchas de estas obras destruidas luego de la ocupación de Japón por el ejército de los Aliados tras la Segunda Guerra Mundial. Actualmente se conoce mejor al Onryo por su presencia en el cine de terror oriental. Los onryo son seres fantasmagóricos de la mitología japonesa que escapan al mundo espiritual y vuelven al plano físico con sus largas cabelleras negro azabache, sus pieles blancuzcas violáceas, ataviados en Kimonos blancos de luto, en busca de venganza, que existían previamente como creaciones vigentes en las leyendas orientales. No obstante, es a partir de aquella adaptación de Namboku que cobran cierta notoriedad, construyéndose un símbolo ciertamente original y popular del onryo que pervive y se difunde incluso en la actualidad a través de la filmografía oriental de terror. La imagen saturada de información es reinventada y clasificada por el dramaturgo de otro modo, un acto semiológico que no deja de llamarnos la atención por la repetición de este conjunto de signos que componen la figura del onryo que infunde toda una concepción de la sociedad, la cultura y la naturaleza, maneras de pensar y sentir el amor, la pasión, el dolor, la venganza, la espiritualidad.
El lenguaje de este onryo, que en la obra se llama Oiwa, es paradójico, puesto que quien ejerce la violencia es a la vez una víctima. Oiwa envenenada por su marido quien buscaba casarse con la hija de un magnate, no muere de inmediato como cierto imaginario aséptico de la muerte anhela, que de tan trágica se espera al menos de sí un gesto de pudor. Por el contrario, queda desfigurada por los efectos del veneno: su cabellera se desprende por mechones, cual una inversión de la fábula edípica se le desgarran los ojos sin perder la vista que le devuelve en el espejo su imagen deformada y la máscara mortecina de la traición de su marido. Ante tal revelación encuentra su muerte sin sepulcro. El espíritu atormentado y vengativo, aquél rostro femenino de la culpa, perderá su nombre y perseguirá en todos los rostros de mujer al violador del tabú u a otros, en una cadena sin fin o en su formato actual, hasta que, como en la tragedia, todos aquellos que se vieran involucrados en el infortunio mueran y el crimen haya sido purificado. La sensualidad pavorosa en la que adquiere valor el lenguaje de Oiwa es fundamentalmente visual y repetitiva, cabelleras azabache que emergen húmedas del agua, un rostro mudo y mortecino se superpone al rostro de todas las féminas, se presenta en forma de la humedad de un cuerpo que ha sido arrojado al río sin los debidos decoros, que se anuncia con las formas animalescas de sus movimientos. Todas aquellas imágenes dejan impresiones vivas en sus atormentados a quienes no se les otorga la posibilidad de hablar. Cuanto más callan, más se enfurecen estas criaturas que, por otra parte, no busca la redención en el perdón sino en la muerte de sus asesinos. La demostración de lo sucedido, la visibilidad que adquiere la culpa en aquella figura que no puede escapar a la repetición junto con sus asesinos, es un agregado que, en parte, pretende justificar la violencia del onryo, pero tal cosa no aparece en la obra original. La del Onryo no es una venganza justificada. Para la cultura occidental es necesaria una explicación de tal violencia y, como es común, esta legitimidad suele conseguirse demostrando la inocencia de la víctima, cuestión que manifiesta el lenguaje del que se vale especialmente el cine actual de terror respecto a la mujer que, ambiguamente, deviene en criatura que manipula la culpa de su agresor para asesinar y, por ello, requiere ser víctima inocente y de la culpa misma para existir.
Tal violencia expresada en la obra tuvo en cambio una dimensión política. Namboku se basó en dos asesinatos reales que tuvieron cierta visibilidad pública en su momento. Combinó el asesinato perpetrados por dos sirvientes contra sus amos por el cual fueron ejecutados y la muerte de la concubina de un samurai al develar este último que ella tenía un amorío con un sirviente, los amantes fueron clavados a una tabla de madera y arrojados al río Kanda. Venganza de la plebe contra los amos y de pasión trastocada en una historia moral de engaños y dinero que hizo del Onryo una figura popular oriental y que pervive como marca. La culpa ya no fue más desde entonces el privilegio de los ricos. La presencia repetitiva del Onryo en las fábulas de terror cinematográficas aportan un dato más acerca del maltrato de las mujeres en aquellas sociedades, ya presente este tema en la obra de Namboku, quien es considerado un referente del período Bunsei, tiempo de conflictos sociales y durante el cual la mujer fue fuertemente reprimida. La posición de la mujer en las adaptaciones actuales se ilustra en el hecho de que deban recurrir a una existencia no terrenal para perpetrar sus venganzas y ser víctimas inocentes para verse legitimada su violencia. Pero Oiwa nunca fue la violencia del poder, sino la muestra no viva de sus efectos.

miércoles, 14 de enero de 2009

Año nuevo, blog renovado

Me atropella el 2009. Vuelo de un solo golpe temporal por los aires de la falta de planificación y balance alguno. Dionisios me embriaga. Entre otras cosas, empiezo a pensar en iniciar otro blog. Me detengo un poco para preguntarme por qué la necesidad de emprender un nuevo proyecto cuando apenas pude sostener Ceterum Censeo los últimos meses. Deleuze anuncia en su Postdata que en el mundo que viene el problema ya no será el del paso de un encierro a otro, de casa a la escuela, de la escuela a la fábrica, el hospital y algún que otro conocía también la cárcel (En realidad Foucault nunca se abocó específicamente al problema del encierro) Pero en fin, Deleuze afirma en ese bello texto que la característica de esta etapa del capitalismo que nos asiste será, y es ya, puesto que se ha instalado, la de la deuda infinita y uno de sus efectos es la imposibilidad de terminar nada. Pienso rápidamente en mi artículo anterior y la verdad es que desde diciembre a esta fecha cambié de opinión, deberíamos hacer una verdadera alharaca cuando finalizamos procesos largos de nuestras vidas, valorar el trabajo y esfuerzo que estuvieron implicados en su consecución. Es posible incluso que pertenezca a las últimas generaciones que estudiaron profesiones liberales durante un promedio de seis años en instituciones públicas. De modo que me propuse darle continuidad a este blog, trabajar en él hasta que se agote, pero renovando sus aires acorde a lo que voy a considerar como un nuevo presente. Dos ideas giran en torno a esta nueva configuración del blog y que exploraré entre otros temas en mis artículos o ensayos. La primera es la de llevar adelante un blog menor, intentar hablar en la lengua de los blogs como un extranjero. No ser un blogger pero intentar llevarlo a sus límites. El otro concepto está ligado al anterior y es el de la extranjería, esta vez no en relación a la blogósfera, sino en virtud de la pequeña polis de la que participo. Mar del Plata es una ciudad poblada durante el año y ocupada temporalmente por extranjeros. La marplatensidad casi no ha soportado dos generaciones sin nutrirse de elementos migratorios. No se es nunca marplatense, carecemos de identidad propia, no somos el señor bajo la sombrilla de colores, ni la joven en bikini tras una ola, ni surfers, ni cineastas, ni intelectuales bohemios y demás clichés para las portadas de los suplementos de verano y esto es un dato interesante de esta ciudad de la que todos sus habitantes reniegan, de un territorio de bandas en el que todos se sienten o son de alguna manera extranjeros. Por esta última razón he decidido escribir sobre esta ciudad que de ser el paraíso veraniego de la elite ha devenido en la peor opción del viajante, la cárcel de sus habitantes, una ciudad que nadie quiere pero que es visitada por muchos argentinos cada verano. Una ciudad que por su origen está condenada a ser un balneario y que ha fracasado en su intento de pensarse distinta.

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