martes, 20 de enero de 2009

El Onryo: mitología oriental llevada al cine de terror



La adaptación de Tusuruya Namboku de una obra Kabuki basada en un onryo, Yostuya Kaidan, estrenada en 1826, es un ejemplo de eficacia literaria y visual. Fue primero numerosas veces representada, luego se volvió el tema preferido de artistas como Tsukioka Yoshitoshi y Shunkosai Houkuei y, más tarde, fue adaptada para el cine siendo muchas de estas obras destruidas luego de la ocupación de Japón por el ejército de los Aliados tras la Segunda Guerra Mundial. Actualmente se conoce mejor al Onryo por su presencia en el cine de terror oriental. Los onryo son seres fantasmagóricos de la mitología japonesa que escapan al mundo espiritual y vuelven al plano físico con sus largas cabelleras negro azabache, sus pieles blancuzcas violáceas, ataviados en Kimonos blancos de luto, en busca de venganza, que existían previamente como creaciones vigentes en las leyendas orientales. No obstante, es a partir de aquella adaptación de Namboku que cobran cierta notoriedad, construyéndose un símbolo ciertamente original y popular del onryo que pervive y se difunde incluso en la actualidad a través de la filmografía oriental de terror. La imagen saturada de información es reinventada y clasificada por el dramaturgo de otro modo, un acto semiológico que no deja de llamarnos la atención por la repetición de este conjunto de signos que componen la figura del onryo que infunde toda una concepción de la sociedad, la cultura y la naturaleza, maneras de pensar y sentir el amor, la pasión, el dolor, la venganza, la espiritualidad.
El lenguaje de este onryo, que en la obra se llama Oiwa, es paradójico, puesto que quien ejerce la violencia es a la vez una víctima. Oiwa envenenada por su marido quien buscaba casarse con la hija de un magnate, no muere de inmediato como cierto imaginario aséptico de la muerte anhela, que de tan trágica se espera al menos de sí un gesto de pudor. Por el contrario, queda desfigurada por los efectos del veneno: su cabellera se desprende por mechones, cual una inversión de la fábula edípica se le desgarran los ojos sin perder la vista que le devuelve en el espejo su imagen deformada y la máscara mortecina de la traición de su marido. Ante tal revelación encuentra su muerte sin sepulcro. El espíritu atormentado y vengativo, aquél rostro femenino de la culpa, perderá su nombre y perseguirá en todos los rostros de mujer al violador del tabú u a otros, en una cadena sin fin o en su formato actual, hasta que, como en la tragedia, todos aquellos que se vieran involucrados en el infortunio mueran y el crimen haya sido purificado. La sensualidad pavorosa en la que adquiere valor el lenguaje de Oiwa es fundamentalmente visual y repetitiva, cabelleras azabache que emergen húmedas del agua, un rostro mudo y mortecino se superpone al rostro de todas las féminas, se presenta en forma de la humedad de un cuerpo que ha sido arrojado al río sin los debidos decoros, que se anuncia con las formas animalescas de sus movimientos. Todas aquellas imágenes dejan impresiones vivas en sus atormentados a quienes no se les otorga la posibilidad de hablar. Cuanto más callan, más se enfurecen estas criaturas que, por otra parte, no busca la redención en el perdón sino en la muerte de sus asesinos. La demostración de lo sucedido, la visibilidad que adquiere la culpa en aquella figura que no puede escapar a la repetición junto con sus asesinos, es un agregado que, en parte, pretende justificar la violencia del onryo, pero tal cosa no aparece en la obra original. La del Onryo no es una venganza justificada. Para la cultura occidental es necesaria una explicación de tal violencia y, como es común, esta legitimidad suele conseguirse demostrando la inocencia de la víctima, cuestión que manifiesta el lenguaje del que se vale especialmente el cine actual de terror respecto a la mujer que, ambiguamente, deviene en criatura que manipula la culpa de su agresor para asesinar y, por ello, requiere ser víctima inocente y de la culpa misma para existir.
Tal violencia expresada en la obra tuvo en cambio una dimensión política. Namboku se basó en dos asesinatos reales que tuvieron cierta visibilidad pública en su momento. Combinó el asesinato perpetrados por dos sirvientes contra sus amos por el cual fueron ejecutados y la muerte de la concubina de un samurai al develar este último que ella tenía un amorío con un sirviente, los amantes fueron clavados a una tabla de madera y arrojados al río Kanda. Venganza de la plebe contra los amos y de pasión trastocada en una historia moral de engaños y dinero que hizo del Onryo una figura popular oriental y que pervive como marca. La culpa ya no fue más desde entonces el privilegio de los ricos. La presencia repetitiva del Onryo en las fábulas de terror cinematográficas aportan un dato más acerca del maltrato de las mujeres en aquellas sociedades, ya presente este tema en la obra de Namboku, quien es considerado un referente del período Bunsei, tiempo de conflictos sociales y durante el cual la mujer fue fuertemente reprimida. La posición de la mujer en las adaptaciones actuales se ilustra en el hecho de que deban recurrir a una existencia no terrenal para perpetrar sus venganzas y ser víctimas inocentes para verse legitimada su violencia. Pero Oiwa nunca fue la violencia del poder, sino la muestra no viva de sus efectos.

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