viernes, 11 de diciembre de 2020

Impotencia

"Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al sentido común y al propio interés. Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas" 1914 fue la primera vez que la Humanidad se encontró ante el dilema que describe Hannah Arendt en esa frase que pertenece al prólogo de Los Orígenes del Totalitarismo en 1951. Primera vez, al menos, a escala mundial. Una vez iniciada, la reacción en cadena producida por el estallido de la Primera Guerra Mundial, en un período de veinte años, creó las condiciones para el ascenso de los totalitarismos. Treinta y siete años después, Arendt escribía aquello “con un fondo de incansable optimismo y de igualmente incansable desesperación”. El desastre no había podido ser evitado. Aquello no debió haber ocurrido. Habría que decir, a favor de los hombres y mujeres que experimentaron esos tiempos de oscuridad, como señala Bretch en A la posteridad, que no se sabía qué era exactamente lo que había que evitar, puesto que aquella mundialización de los conflictos y solapamiento de violencias (desde las violencias locales, entre las potencias mundiales, los conflictos entre religiones seculares, entre clases sociales y entidades políticas entendidas según una supuesta base biológica), no tenía antecedentes. Se subestimó la gravedad de los conflictos bajo la ley de “todo es posible”. Pero si algo nos enseña aquella experiencia,–además de que no todo aquello de lo que somos capaces tiene necesariamente que ser realizado–, es que no se llegó a esa situación de un momento a otro. Durante veinte años, hubo fuerzas en el mundo para resistirlo y otras tantas para propagarlo; finalmente las primeras se quebraron y las segundas se impusieron, aún cuando el resultado fuera distinto a lo esperado por muchos de sus propagandistas. Que tuviera otro “aspecto”, que no hubiera revelado todo, no es una excusa. Un tiempo más tarde, Arendt decía también que ante estas situaciones límites, no hay tiempo para “conocerlo todo”, porque producir un conocimiento exige una duración (y en nuestro caso, no me refiero solo al conocimiento científico sobre virus del cual se desprende la elaboración de una vacuna, sino el conjunto de efectos sociales, políticos y económicos que ha desencadenado y que ya parecen irrefrenables, sobre los que es necesario intervenir con políticas tan inéditas como el acontecimiento).El tiempo durante el que es necesario evitar “lo que no debe suceder” es el tiempo de la política. No se podía esperar a descubrir la verdad o comprender las causas históricas del nazismo, señalaba Arendt, para hacer un juicio y tomar decisiones para combatirlo. El fascismo no fue simple odio al “otro”, fue también suicida, una gran organización de la impotencia por parte de líderes que sintieron que tras conquistar el Estado podían hacer lo que querían si se podía organizar a masas. Para sus víctimas, tanto los perseguidos, encerrados y exterminados en los campos de concentración, como aquellos que apoyaron al régimen que destruyó la trama social en la que vivían, los recursos con los que podían producir, que propició su propia decadencia moral. El fascismo no son ideas encarnadas, es la expresión de un derrumbe. Todos fueron alcanzados por el derrumbe civilizatorio. La impotencia de las masas y la omnipotencia de los liderazgos, crea el fascismo. El fascismo no se combate sermoneando y mucho menos creando restricciones. La libertad de las personas debe ser garantizada, no por motivos de ideología liberal, sino para evitar que la impotencia sea la experiencia más importante de la vida de las grandes masas de población que temen por su vida y su futuro.