domingo, 27 de septiembre de 2009

Los historiadores y la conciencia histórica

A mediados del siglo XX, en su configuración académica, emerge el campo de estudio la historia de las ideas antes que como historia de los intelectuales. Se caracterizará por una dispersión de sus objetos y problemas en torno a la historia del occidente y luego de las ideas en la Argentina, según los cambios metodológicos y herramientas conceptuales aportadas por la historia social. De la crítica a una historiografía ensañada en el ídolo político, el estudio de personajes y la excesiva búsqueda de orígenes, germinaba la historia social y económica.
La definición de este campo forma parte también de las disputas por la profesionalización de la historia, como por la autonomía de la disciplina respecto del uso cívico y político del discurso histórico tanto en el espacio público como en el sistema educativo en particular. Se presentaba como una posición alternativa al desarrollo de una historiografía vinculada a la construcción de una representación identitaria, ontológica y también afectiva de lo nacional. Pero en el fondo, el descubrimiento de esa nueva realidad, se entroncaba también con la búsqueda de la legitimación de este nuevo paradigma histórico a partir de ubicarlo en un espacio común con las Ciencias Sociales.
Este proceso que ha sido caracterizado como renovador, se desarrollo en el ámbito de la universidad y grupos de estudio adyacentes a ella, especialmente a las universidades de Buenos Aires y Santa Fe, desde donde José Luís Romero, siguiendo a la Escuela de Annales de Historia Económica y Social francesa, delineará un proyecto de historia según el cual el rigor antes otorgado por la supuesta confianza en la objetividad, sería alcanzado desde entonces por la “conciencia histórica” del historiador.
En base a esta misma premisa, José Luis Romero iniciaba una reflexión sobre al pensamiento historiográfico argentino. Se trataba, sin más, de atender a la necesidad de una historiografía que pensara las prácticas académicas de la disciplina y las subjetividades de los historiadores en relación a sus análisis históricos, intentando dar cuenta de las cambiantes modalidades de conciencia histórica más generales y las tensiones con la sociedad que enmarcaba la producción de ese pensamiento.
Podría decirse que para ese entonces, quienes eran considerados “intelectuales” no respondían exclusivamente a campos disciplinares. De modo que el intento de “modernizar” al historiador profesional, asignándole un saber especializado y riguroso, constituyéndose unas redes de comunicación nacionales e internacionales, definiéndose métodos y conceptos originales de trabajo, autorizando su conciencia y revelación elocuente de los sentidos y las relaciones históricas del mundo allí donde no eran percibidas; todos aquellos esfuerzos por cierta unificación y una nueva identidad, se enfrentaba con las más variadas y heterogéneas incursiones de ensayistas, literatos, políticos, filósofos y periodistas, al campo de la historia.
Historia de las ideas políticas en la Argentina publicado en 1946 era quizá el síntoma de ese doble proceso de profesionalización del historiador sujetado a una disciplina histórica más precisa con asiento en la universidad e historización del pensamiento político de la Argentina. En tensión con las incursiones desde otros campos que no aspiraban hasta entonces a producir un discurso histórico científico o legitimarse como saber de una disciplina.
Tulio Halperín Dongui exponía un tiempo después los términos de ese debate que mostraba la relación problemática con las tradiciones revisionistas, en torno a los objetos, métodos y discursos históricos sometidos a los usos políticos coyunturales, que encontrarán algún eco a partir de 1946 en el peronismo. Y desde entonces, la conciencia histórica del sujeto, tanto de sus prácticas académicas y de las condiciones de producción de conocimiento histórico, es la que lo autorizado como historiador.
Resta indagar la persistencia de esta exigencia al historiador de conciencia de su subjetividad y sus prácticas, como clave de la autonomía y rigurosidad de su trabajo, que parece acompañar a la disciplina histórica desde esa renovación. Pero queremos destacar aquí también, que esta insistente dimensión problemática de la disciplina, la de sus límites difusos, se vincula con dos conflictos. El primero, el de su estatuto científico, que a partir de la década de 1955, en el ámbito institucional y académico, será cuestionado con la emergencia poderosa de las ciencias sociales nuevas que incursionarán también en la historia, pero esta vez con un discurso legitimado por su cientificismo y según la institucionalización de su poder en las universidades más importantes del país. Universidades de las que, por otra parte, los historiadores más destacados habían sido exiliados bajo el peronismo. El segundo problema era de otro orden, vinculado más precisamente a la autonomía de la disciplina, pues respondía a librar al discurso y prácticas históricas del dominio de los usos sociales y políticos.
Sobre la respuesta a esos dos problemas, y sobre ese fondo de diversificación, descansaba la construcción e integración de una identidad común de la disciplina, como condición paralela a la constitución del sujeto historiador, que a principios de los sesenta compartirá con la sociología, en el ámbito universitario y académico, en parte bajo su égida, la legitimidad de un discurso revelador de cierta verdad acerca del pasado reciente.
A diferencia de las genealogía de los distintos saberes y las comunicaciones entre el campo cultural, político y diversos campos disciplinares en el siglo XX que se reconocen en la historia intelectual y de las ideas, la historiografía ha roto solo estrechamente su posición interna al propio campo disciplinar, a pesar de reconocer los diálogos y comunicaciones con otras humanidades.
Es decir, en la medida en que el sujeto y objeto coinciden, en la medida en que el lugar del historiador es el del historiador, su constitución interna como objeto de conocimiento de sí mismo y la práctica de autoconciencia del historiador, han tenido algunos efectos en su ubicación dentro del campo intelectual. De alguna manera, las trayectorias y series de la disciplina histórica, por lo general, han sido excluidas de los estudios de las ciencias sociales y la historia de los intelectuales en la Argentina, más allá de la referencia a algunos de sus referentes más destacados. De modo tal que aún no se ha reconstruido la pluralidad y heterogeneidad de su procedencia y constitución en la Argentina. En este sentido, la tradición historiográfica ha tendido a la justificación del status actual de la disciplina. Tal es así, que la construcción de la representación de la conciencia histórica del sujeto en la década de 1960 y la constitución del historiador en objeto de estudio del historiador, constituyen la clave del reconocimiento académico e intelectual del historiador hasta nuestros días.

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