lunes, 11 de junio de 2007

Ensayo sobre la ceguera

Saramago, J. Ensayo sobre la ceguera. Grupo Santillana de Ediciones S. A.,1996.

I

Aprecio de Ensayo sobre la Ceguera dos elementos disímiles: una experimentación original acerca de un pretendido saber sobre el valor de la mirada; así como el refinamiento que caracteriza al humor negro de su autor, que nos introduce, de forma sutil y cínica, en una verdadera pieza literaria de terror.

Quisiera reflexionar, sin mucha prudencia o precisión, sobre el primer tema, ya que esconde una originalidad al momento de representar la relación entre la mirada, el saber- poder y la verdad, e intentaré problematizar a partir de su historia, sin explicaciones concluyentes, algunas cuestiones que me interesa destacar.

Es posible empezar sugiriendo que algo de lo que la oscuridad evoca se perdió en su propia historia, y esto mismo fue condenado por la facultad a la que ha sido asociada, la del ocultamiento. Develar y ocultar, juego de luces y sombras ensayado de diversas formas por el poder y el saber, asociados a la mirada ( al quién mira, cómo mirar, qué mirar, con qué fin y en qué sentido) compone un elemento central de los instrumentos y técnicas de producción de verdades y supone entonces su imbricación con unas relaciones intrínsecamente sociales y políticas. Ensayar la metáfora de una sociedad cegada, es ensayar acerca de un problema político y no, como se ha creído, reflexionar sobre una suerte de naturaleza terrorífica humana que se pondría al descubierto a partir de perder el sentido de la vista, o al menos personalmente no me interesa leerlo desde esa perspectiva.
II

En algún momento en una alegórica caverna el hombre se refugió del cielo y la tierra, del paso de las nubes y el curso de la luna, de lo que da frutos y nutre, y también de la negrura a la que se condenó la representación de Dionisio, permaneciendo como el misterioso trasfondo de nuestro ser de cuya manifestación somos nosotros. Algo de esto evoca Saramago al hacerle decir a uno de sus personajes ciegos: hay algo entre nosotros que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos, un algo que en otros tiempos era redimido por la divinización de la apariencia apolínea, una que pertenecía a la realidad, que permitía vivir el mundo a los hombres antiguos.

Había otra figura que, podríamos decir, llevaba en sí signos más claros: Tiresias, el adivino, poseedor de la mirada interior. Quien a pesar de su ceguera, o quizás por ella, era capaz de percibir lo que la noche pone en evidencia y que la luz oculta. Tiresia, como indica Foucault en su análisis de Edipo Rey, representó la otra mitad de la mirada divina y profética apolínea, la de la sombra.

Los tiranos destronados por Apolo, Tiresias y el pueblo fueron quienes prohibieron el ritual a Dionisio. Más crudamente se reprimió el rito báquico en Roma, permaneciendo de todas formas en la clandestinidad. La reivindicación de esta deidad es quizás mucho más tardía y se la adjudicamos por simpatía a Nietzsche.
Tenemos entonces la mirada de los tiranos, y también la mirada divina y profética de Apolo y Tiresias, en posición de alteridad respecto a los misterios dionisíacos.

Detengámonos pues en Edipo, quien descifró el enigma de la esfinge, representante del saber del hombre que sabe y ve, el hombre de la mirada, pero que quiere ver con sus propios ojos, desviado de lo que dicen los dioses y los pastores. Con la detracción de Edipo, Foucault advierte que se desvaloriza el poder que detenta un tipo de saber, apareciendo así el hombre de poder asociado a la ignorancia, el tirano, quien por saber demasiado no sabía nada, porque podía demasiado. Por oposición a este poder enceguecido, se rescata a los pastores que recuerdan y verifican con su testimonio aquello que los dioses han profetizado: la verdad.

En base a esto se construye un mito en occidente, que consiste, según Foucault, en que la verdad nunca pertenece al poder político. El poder político es ciego, el verdadero saber es el que se posee cuando se está en contacto con los dioses o cuando recordamos las cosas, cuando abrimos los ojos para observar lo que ha pasado. Partiendo de esto mismo ¿Qué ocurre si todos, pastores, políticos y dioses, se encuentran privados de la vista, del saber- mirar y, quizás por eso, del poder? Tanto para el personaje que ve, que dirige su mirada a una pretendida verdad de lo que está sucediendo y que nosotros aceptamos como lectores, como para los ciegos, en relación a lo que cada uno percibe, que no es otra cosa que el horror y el absurdo, por contraposición a lo que recuerda del mundo, aparece la necesidad desesperada de la sabiduría dionisíaca, de otra sensibilidad, otra sensorialidad ligada a la invención, la de una ilusión para seguir viviendo en esas nuevas condiciones, pero tal necesidad no es tan aparente, y no llega, se posterga y los caminos parecen ser los de la destrucción.

III

La segunda referencia proviene de Sócrates, quien le explicaba a Galucón: el hombre vuelto en este tránsito repentino de la plena luz a la oscuridad ¿No se encontrará como ciego?

Un momento curioso este, en el que la mirada de Gloucón, como la de tantos hombres, quedó prendada de la verdad, del mundo-verdad. La asociación entre el saber y el sentido de la vista proviene de los orígenes de la cultura occidental, y desde el testimonio como prueba, la mirada fue una condición para acceder a la verdad, una condición que dependerá, primero, de la luz y lo divino y, luego, ya no solo del desocultamiento de lo que no es aparente, sino del mirar con rectitud.

Aristóteles instauró con posterioridad el juicio como lugar de la verdad, poniendo así en evidencia un conflicto, uno que supone relaciones de poder, esas mismas que negaría la justicia gracias a un paño con el cual habría sido privada de la vista, esa misma ceguera adjudicada al saber del poder político al que ya nos referimos.

Ya hace algún tiempo se señaló el carácter cocificante de la mirada, su voluntad de dominio, indicada por Sartre; así como su centralidad en las prácticas sociales de control durante la modernidad, problematizadas por Foucault.

Se ha debatido asimismo en torno a la conjunción del poder y la observación como método de producción de verdades; observación metódica que no constituye una apertura a lo que ella no es, sino como consustancial a la subjetividad a partir de la cual el sujeto cree tener certezas de la realidad cocificada por la objetividad. Se naturaliza en el hombre una técnica de observación que mientras produce y legitima una realidad, la explota. Así, la mirada se nos aparece cada vez más asociada a la inscripción de cierta violencia: la de contemplar con voluntad de dominio, de saber, de apropiación y no porque sí, sin razón, sino a través de la racionalización como técnica de pensamiento y “Yo pienso se convierte en yo puedo, yo puedo en una apropiación de lo que es, en una explotación de la realidad”, resume Lévinas y el conocimiento tal cual tautológicamente “lo conocemos”,pero también en tanto invención, es develado por Nietzsche como el resultado de una batalla entre el hombre y aquello que conoce.

IV

Ensayo sobre la ceguera se inicia con un hombre parado en su auto ante un semáforo en rojo, quien súbitamente advierte que está ciego. Este es el primer caso de una “ceguera blanca” que comienza a expandirse en la sociedad imaginada por Saramago.
La primera reacción es la consulta a un médico, quien identifica y nos informa de las características de la anomalía, definida así a pesar de lo problemático que resulte hablar, con efectiva propiedad, de una visión normal. El médico intenta identificar entonces unas causas físicas y/o psicológicas de este fenómeno. El oftalmólogo descarta la amaurosis, porque la misma está caracterizada por la negrura, por la imposibilidad de percibir las imágenes, las formas y los colores de la realidad misma y, asimismo, sospecha de la agnosis, que supondría perder capacidad de saber que sabía y, más aún, de decirlo. Los posibles motivos médicos o científicos, que son metáforas filosóficas también, no aparecen. La ausencia de una causa, origen o una ley evoca el temor a lo desacostumbrado y, luego de ese episodio, el médico quedará ciego.

Saramago describe los momentos en que se produce la ceguera de varios personajes centrales de la historia, aunque no es posible establecer una relación entre esos episodios en función de un origen o motivo común. Operación creativa que rápidamente intentamos hacer los lectores, los personajes, quizás hasta el mismo autor. Solo se señala un punto de partida, el primer ciego, un señor cualquiera y luego, de forma discontinua, se presenta al resto de los personajes a través del instante antes de quedar ciegos. La ceguera blanca no aprueba la lógica de una epidemia o contagio claro, a pesar de las relaciones entre algunos personajes y de una consecuencia que la estimula, el miedo; tampoco aparentemente responde a una ley ni a una desviación a la misma; por tanto estas descripciones no se aplican para hacer demostraciones, sino para señalar un problema: hay entre nosotros algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos. Lo que somos, quizá no podamos definirlo, quizás no importe llegar a una conclusión al respecto; lo que somos, al calor de esas circunstancias, se padece y se constata por su funcionamiento. Aparece una realidad sin forma e informulable, no hay sujetos de poder aparentes, no hay culpables y cada uno es víctima, no hay héroes ni villanos, se presenta un caos, que gradualmente será incognoscible, en la medida en que no se falsifique una nueva realidad sustentada en otro sentido. El problema ya no será de quienes están ciegos, que progresivamente se acostumbrarán a esa nueva apariencia sustentada por ejemplo en los sonidos, sino de quienes creen ver <> y, en el ajuste, nosotros mismos que accedemos a esa realidad a través de los ojos de la mujer del médico (único personaje que conserva la vista) asumimos que ese es el mundo- verdad.

V

La ceguera inexplicable, vuelta entonces en un problema del que nada se sabe, ante lo que se supone que nada se puede hacer porque no se sabe, al no obedecer a una causa o regla, revela que es susceptible a responder a tantas causas, sujetos y a obrar de infinitas maneras, quizás tantas como infinitas posibilidades existen. Más aún, evoca en cada uno de los protagonistas la responsabilidad de pensar, elaborar en conjunto y cada cual, la propia “herejía”, su propia ceguera, (diferencia, diría el psicoanálisis) y a convivir con la de los otros.

Diremos que existe sí una única regla: la ceguera y, no hay regla sin excepción, la de una única mujer que no ha perdido la mirada¿ Qué ocurre entonces?

En un primer momento los ciegos portadores del problema son una minoría que el poder político juzga como un peligro inminente que es preciso conjurar, que emana y se contagia en el seno de la sociedad. El estado, coadyudado por el poder militar, encerrará y aislará a los ciegos en un antiguo psiquiátrico, argumentando la posibilidad de una supuesta epidemia. Sin embargo, no es suficiente, la ceguera se seguirá expandiendo de la mano del miedo. Y ya da lo mismo estar en una cárcel, un hospital, la casa propia o ajena, en la calle; todos son potenciales refugios y las guerras serán por esos resguardos, por la comida y por sobrevivir ante esa nueva condición desconocida.

Lo que sucede dentro del internado y fuera de él ha sido asociado por algunas críticas a la obra como una suerte de naturaleza del hombre, “lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio”, que estaría oculta, reprimida o disimulada y que se expone a nosotros a través del único personaje que no ha perdido la vista, la mujer del médico, que representa para algunas de estas opiniones “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron”
Sin embargo, no son tan extraños a nosotros los fenómenos que se suceden en ese encierro y en las calles en el que se perdió toda noción de tiempo y espacio, así como de conexión con la realidad del afuera y, más tarde, con el recuerdo de lo que era la realidad. Aparecen conflictos por el hambre, liderazgos, el robo, necesidad de organización y reglas, insalubridad, mezquindades, el amor y el sexo, la solidaridad o el engaño, grupos que ejercen poder por medio de la violencia, camaradería, estrategias, formas de cooperación, sumisión o luchas, violaciones y hasta el asesinato. Reacciones de la desesperación y del dolor. Cosas que no nos son ajenas, pero nada que supongamos responda a una ley natural; naturaleza que solo la capacidad de saber- mirar se asume en esas lecturas como capaz de, paradójicamente, velar, y como sinónimo de civilización. Señalaremos, siguiendo a Nietszche, la necesidad del espíritu apolíneo, el mundo-apariencia, para poder seguir viviendo. Pero sobrevivir podría pensarse no como “lo más primitivo de la naturaleza humana”, sino que podríamos estar ante una situación que no tiene lógica, que no puede explicarse ni nombrarse con parámetros de naturaleza, esencia, evolucionistas o de conducta. Nada más injusto que intentar definir al hombre a partir de juzgar su decisión de tratar de vivir en una situación arbitraria y totalmente artificial. Quizás hay un valor en la necesaria denuncia de la falsedad gestada por la pretensión desmesurada de ese saber basado en la mirada que cree saber cuál es la verdadera realidad y naturaleza del hombre, mirada que la violenta , y que conduce a esos hombres a la desesperación que Saramago describe, siendo posible en cambio otro modo de pensar, uno que suponga otros sentidos, y un dominio sobre esa pretensión, para la producción de una ilusión, sustentada también en esos otros sentidos, capaz de hacer vivir. Por ello, cuando todos recobran la vista, el personaje que porta la mirada hacia la verdad, que asiste a la náusea y a lo terrorífico, es quien finalmente teme quedar ciega, lo ve todo blanco, pero encuentra que la ciudad está allí. Quizás, no porque los ciegos recuperaron la vista, sino porque crearon su propio engaño para seguir viviendo en esa condición; en ella son capaces de ver y recordar lo que ha pasado, de crear su propia verdad y, entonces, en esa nueva realidad ilusoria, para que sea posible seguir viviendo, los que perciben el horror deberán también enceguecer o, en su versión más optimista, empezar a ver de otra manera, a la manera de los ciegos. La opción más oscura para la mujer del médico y todos los que observamos las imágenes construidas por el relato es que, como dice Nietzsche, “descubrieron, finalmente, para su mayor disgusto, que habían conocido todo falsamente” o quizás, también es posible que esta haya sido la suerte de los ciegos, quién sabe si tan solo olvidaron lo que había pasado y cerraron sus ojos, sucumbiendo contra la verdad de quienes creen que pueden y saben mirar (¿?). El poder, el saber y la mirada son, en última instancia, dominios que se disputan los hombres entre sí y estos con aquello que se pretende conocer.

1 comentario:

  1. Creo que corresponde decir que para este texto me basé en las elaboraciones analíticas de:

    Mujica, H. La palabra Inicial.
    Iriart, M. Nietzsche y la verdad
    Foucault, M. La verdad y las formas jurídicas.

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