martes, 17 de julio de 2007

El intelectual como problema

“Tratad mi libro como un par de lentes dirigidos hacia el exterior,
y bien, si no os sirven tomad otros, encontrad vosotros mismos
vuestro aparato que es necesariamente un aparato de combate”
Proust, M.

Acerca del problema

Este ensayo introduce, a modo reflexivo, un problema retomado en la actualidad[1]: el del intelectual y la revolución, o al menos, de su rol de conciencia de las masas, la relación del intelectual con el cambio social. Trataré de presentar una cuestión que es en realidad un punto de convergencia de una serie de artículos presentes en la bibliografía del seminario, para confrontarlos y reunirlos en un ejercicio argumentativo que cuestione ¿Si efectivamente es la década del 60´ el momento de constitución de un campo intelectual Latinoamericano? ¿Quiénes lo componen y qué transformaciones se suceden dentro de él al calor del contexto político que atraviesa la Argentina durante esa década? De forma general y sintética, reflexionar acerca del carácter novedoso o de transformación de estos sujetos y su relación con los cambios culturales, sociales y políticos operados durante ese período, como hacer dialogar las caracterizaciones que diversos autores hacen de esa experiencia, también en tanto resultado de una serie de mutaciones que se descubren para revelar qué hay de inédito en la actualidad, lo cual supone una dificultad, una “incomodidad” afirma Sarlo a propósito de su libro Tiempo pasado, “por la necesidad de fijar una posición en medio de una tormenta de debates recién abiertos sobre la lucha armada, la culpa y las reivindicación ideológica de la militancia”[2]
Desde un perspectiva histórica, de forma general, mi posición es más bien una pregunta que difícilmente pueda contestar en este ensayo, pero que requiere ser pensada, me refiero a cómo la disciplina histórica ubicó a los intelectuales de los 60´ en objeto de conocimiento, en tanto, este sujeto se produjo dentro de la historia, incluso a partir de volverse objeto de un problema de conocimiento de sí mismo, mientras de igual forma fue fundado, vuelto a fundar y ¿por qué no destruido? a partir de las relecturas posteriores.

El debate sobre el origen

A raíz de la lectura de los textos de Oscar Terán y Claudia Gilman identifiqué un punto de controversia, que consistía en que los dos autores atribuían un origen diferente a la conformación de este sujeto.
Oscar Terán[3] estudia a los intelectuales de sus años sesenta no como producto exclusivo de un debate dentro del campo intelectual (aunque si junto a él) sino de la configuración de lo que él denominará una “franja denuncialista” que emerge entre los años 1956 y 1966, fruto de la reinterpretación del fenómeno peronista que, por un lado, cuestiona las operaciones y los resultados de la Revolución Libertadora y, por otro, forma parte de la emergencia de un clima de ideas propicio, en tanto este grupo crítico realiza una relectura del existencialismo sartreano, que plantea la socialización y nacionalización de ciertas preocupaciones, fundamentalmente en función de la incitación al “compromiso” del intelectual, que opera como una suerte de “deber ser” que rápidamente entra en conflicto con la adhesión de la clase obrera a la identidad sociopolítica peronista.

La referencia que utiliza Gilman[4] en cambio es una obra literaria, la consagración de la novela Cien años de soledad, que supondría para la autora el hecho fundante de un campo intelectual latinoamericano que se consolida deliberadamente entre 1959 y 1967, bajo la égida de La Habana, luego de la declaración del carácter leninista de la Revolución Cubana. Por cuanto, los intelectuales debaten en un marco más amplio que el nacional, acordando ciertas coincidencias estéticas e ideológicas, poniendo en funcionamiento una red de solidaridades y configurando de esta manera una identidad común no cerrada, modificada por las intervenciones a través de este campo en el proceso político cultural desarrollado durante esos años.

Una primera diferencia de las estrategias argumentativas de ambos autores corresponde a los quiénes que definen al sujeto problematizado. En el caso de Terán, se referirá a la nueva izquierda filosófica proveniente de diversos registros ideológicos; mientras que Gilman privilegiará la figura del escritor, el periodista o el artista. Esto no solo deviene en diversos resultados de sus investigaciones, sino que plantea la necesidad de preguntarse ¿Qué entienden estos autores por intelectual? Podríamos afirmar que para Gilman el intelectual Latinoamericano de los 60’ es el sujeto que se identifica con aquella “comunidad imaginada” que goza de cierta autonomía respecto a los aparatos de los estados nacionales, aunque define esa misma identidad: por un lado, por la objetivación de la realidad de su existencia en los encuentros y congresos en el marco del epicentro cultural situado en la Habana; en relación a lo anterior, por la referencia a la causa cubana y, finalmente, en tanto se institucionaliza dicho campo en la sociedad civil bajo un ideal asociativo y a través de redes de solidaridades y rechazos. Es ese contexto en el que surge para la autora el intelectual como problema, a partir de los debates acerca de la autonomía del intelectual y sobre la fidelidad al antiimperialismo, lo que suponía, no sin fracturas y debates, la adopción de una posición respecto a la lucha armada como la única vía para la revolución y la aceptación de la experiencia cubana como la vanguardia de la revolución en Latinoamérica. De esta forma, las figuras (crítico, escritor, periodista, artista) ya no importaron tanto como sus atributos para el “compromiso”. Así, la concepción del intelectual como “la conciencia crítica de la sociedad” comenzó a ser disputada por la del “intelectual revolucionario”, que finalmente devendrá en posiciones antiintelectualistas de parte de los propios intelectuales a favor de los denominados “hombres de acción”.
Para Terán en cambio, el intelectual que emerge de esta franja crítica se enmarca en unas nuevas relaciones entre teoría y política, cuyo módulo de basta influencia para el planteamiento de esas relaciones lo diseñó el existencialismo sartreano, que implicó, por un lado, la autonomización de los intelectuales a través del rechazo a los espacios académicos e institucionales, la asignación de una función crítica a esta figura y la adhesión a teorías totalizadoras, particularmente al materialismo histórico, en tanto ponía en el centro de las preocupaciones al hombre que se transforma a sí mismo a través de su práctica y, de esto, emerge otro atributo del intelectual, el del compromiso que, en la realidad argentina “desde el ámbito nacional populista venía a plegarse con una entonación más vernácula a las necesidades de la realpolitik”[5] y que implicó también para este autor la adopción de posiciones antiintelectualistas.

Ambas perspectivas coinciden de alguna manera con la posición de Beatriz Sarlo, quien afirma que si los 60´ habrían sido una época que se manejó fuertemente por ideas, a partir de la muerte de Aramburu gobernó cada vez más la lógica de la acción política.[6]

Hay varias cuestiones sobre las que se podría dudar de esos orígenes del intelectual como problema. La primera es si es posible caracterizar al núcleo de intelectuales pertenecientes a la élite argentina, que protagonizaron el ámbito político cultural a partir de la década del 30´, como parte de un campo intelectual. Indagar esto mismo pondría en tela de juicio la hipótesis de Gilman. Al respecto solo podemos arriesgar que, por un lado, se trató de personajes que no dejaron de establecer relaciones entre su actividad intelectual y la política nacional, en tanto su identidad estuvo caracterizada, más claramente en las décadas del 40’ y 50’, por oposición al peronismo, como también por redes de solidaridades y rechazos, en función de lo debates y las teorías modernizadoras que tenían como epicentro a Europa. Asimismo, su extracción social los identificó con ciertos intereses, así como permitió su autofinanciamiento y, quizás por ello, gozaron de cierta autonomía respecto a las instituciones gubernamentales. Sin embargo, esto último se observa más claramente bajo los dos gobiernos peronistas, puesto que muchos de ellos participan activamente luego a través de la Unión Democrática y de los gobiernos que se suceden tras el derrocamiento de Perón. Quizás se trate de un tránsito del intelectual orgánico, tradicional, al intelectual autónomo, moderno, en ese momento. Metamorfosis que llegaría a su fin en la década del 60´. Aunque también podemos indicar la necesidad de matizar las posiciones de Gilman, tomando en cuenta que la definición de esa identidad no es posible pensarla exclusivamente en un marco latinoamericano y bajo la hegemonía de La Habana; y tampoco restringida a las figuras de los escritores, periodistas y artistas. Incluso para el caso de Argentina, es importante indagar: primeramente, acerca de la experiencia que esos sujetos hicieron con la “Libertadora” y sucesivos gobiernos de la Unión Democrática, particularmente, el desencanto provocado por la denominada “traición fronidzista”. También debería profundizarse su relación con la universidad puesto que no todos fueron ajenos a ese ámbito y; finalmente, la politización, radicalización y militarización de varios niveles de la realidad histórica argentina y mundial al iniciarse la década del 60’.En este último punto, cabría citar los trabajos de Pilar Calveiro[7], en los cuales la autora plantea que a partir de la década del 70´ se asistió a una progresiva militarización de los discursos y las prácticas de los sectores que luchaban contra el núcleo duro del poder en desmedro de la lógica política, siendo esto más claro para las organizaciones políticas y guerrilleras. Pensar a los intelectuales como parte de ese proceso en el cual se entreteje en el cuerpo social cierta concepción belicista de la política suma una perspectiva diferente al momento de abordar el tema. Es decir, es factible proponer que el desprecio del intelectual antes que provenir de la radicalización política tuvo relación también con la disciplina militar adoptada por los jóvenes revolucionarios que terminaron reproduciendo internamente la lógica contra la que decían luchar.

El trabajo de Gilman, igualmente, avanza un poco más allá al profundizar no solo discursos, sino unas prácticas e instituciones no gubernamentales a partir de las cuales se construyen ciertas subjetividades, a diferencia de la perspectiva de Terán, quien aborda el problema desde las ideas políticas. Decimos esto último a propósito de considerar que el problema de la figura del intelectual, de su definición, autonomía y atributos, no puede ser leído sólo en referencia a una realidad nacional y a un único modelo de influencia filosófica

Otra perspectiva

Una perspectiva alternativa para estudiar a los intelectuales en la década del 60´ podría partir de realizar una análisis de una transformación original de las relaciones entre teoría y práctica.
Gilman se detiene en algo de esto al plantear el paso del intelectual comprometido al intelectual revolucionario, fenómeno que emerge, primeramente, de la disociación artificial entre el compromiso de la obra y la vida del autor, y que supuso ciertas conductas de autovigilancia como parte del pacto del intelectual con la sociedad, así como se constituyó en un parámetro de medición de la legitimidad política e ideológica de su práctica poética. A partir de los debates de su función, lugar e identidad, cada vez más, el problema del intelectual para Gilman se volvió en disciplina normalizadora, una que junto con la reivindicación del pragmatismo del hombre de acción, terminó disociando también artificialmente los discursos y las prácticas. Desde entonces el problema del intelectual pasó a ser la definición de un intelectual revolucionario y la puesta bajo sospecha de los intelectuales por los políticos jóvenes y revolucionarios.

Desde otro enfoque[8], se plantea que antes de la década del 60’ la práctica se concebía tanto como una aplicación de la teoría como una consecuencia, y sus relaciones bajo la forma de un proceso de totalización. Gilles Deleuze señala en la década siguiente que se estaba asistiendo a una modificación en ese sentido, en tanto las relaciones teoría práctica aparecerán más parciales y fragmentarias, por las cuales la aplicación empezaría a no ser nunca de semejanza. Por una parte, la teoría aparece como algo local. Por otra parte, necesita siempre de la práctica para agujerear los muros con los que se encuentra. Lo que ya no existe es la diferenciación entre los que actúan y los que luchan. Dice Deleuze “no existe ya la representación, no hay más que acción, acción de teoría, acción de práctica en relaciones de conexiones y redes”[9]. Si en otro momento el intelectual decía lo verdadero a quienes aún no lo veían y en nombre de aquellos que no podían decirlo; Foucault planteará que el problema es ahora otro, el de la indignidad de hablar por los otros y, más importante aún, la existencia de un sistema de poder que prohíbe, obstaculiza, invalida el discurso y el saber de las masas que ya habrían adquirido conciencia. Finalmente, los intelectuales mismos forman parte de ese sistema, por cuanto, el intelectual que emerge para estos teóricos sería justamente aquél que lucha contra todas las formas de poder allí donde este es objeto e instrumento al mismo tiempo: en el orden del saber, de la verdad, de la conciencia del discurso. En fin, al parecer, a diferencia de lo que tanto Terán y Gilman plantean que sucedió en la Argentina, en ese mismo momento se estaba planteando que “la teoría no expresa, no aplica una práctica, es una práctica” en sí misma, no totalizadora.

A modo de reflexión final

Al momento de reflexionar acerca de los intelectuales en la Argentina, la utilidad, el valor y los perjuicios de ciertas concepciones arraigadas acerca de la figura y el compromiso del intelectual devinieron en contradicciones que se siguen reproduciendo en los debates actuales, nunca cerrados en una posición concluyente ni consensuada. Estos intercambios finalmente definen una serie de preguntas nuevas. Solo en un punto estoy de acuerdo y es que no parece enriquecedor llegar del todo a un compromiso acerca de ¿Qué es lo que significa, designa o representa el término intelectual? ¿De quién habla y quién actúa en función de él? o si ¿Existe esa identidad? Por esto mismo tampoco sería sincero ensayar en estas líneas una respuesta a priori. Quizás lo que parece más interesante es la apertura del debate e interpelar nuevas voces, la de los propios sujetos problematizados, los intelectuales.
Tradicionalmente se los habría caracterizado en función de su ubicación dentro de lo que nosotros llamamos un lugar del saber y en una relación particular dentro de las relaciones de poder, clasificaciones ligadas a su propio discurso en tanto legitimador o descubridor, de una cierta verdad, de unas relaciones políticas allí donde no eran percibidas. En el caso del intelectual crítico como representante de quienes no veían o no podían decir.

Actualmente las posiciones filosófico históricas, que defienden el pensamiento de la diferencia, cuestionan esa mirada omnisciente y la posición de autoridad del lugar del saber del intelectual, es decir, como dijimos, señalan la indignidad de hablar por los otros. Ya hace un tiempo también aparece discutida esa representatividad e incluso la propia identidad intelectual, junto a reclamos de los propios intelectuales ( que ya no se consideran tales) de cierta autonomía, por un lado, del pensamiento y, por otro, de la particularidad de la relación que cada uno establece entre la teoría y la práctica, individuación, teorías locales, que son difíciles de pensar sin ciertas mediaciones. Pero esta apertura a la diversidad es imposible imaginarla dentro de las configuraciones heredadas.

Comprendemos así que el intelectual no es un agente original ni esencial y que su identidad se enfrentó a numerosas avatares dialógicos, a articulaciones y conflictos con otras fuerzas, por las cuales se ha transformado o desestructurado en esa lucha, abriendo por supuesto nuevas posibilidades sobre las que es interesante ejercer el pensamiento crítico.

Para conocerlo, para acercarse a quién es, parece necesario identificar aquellas transformaciones que aparentemente tuvieron otros tiempos y cauces en la Argentina, así como debatir acerca de utilidad y el valor de esa identidad, en tanto seguimos usando un término que no sabemos bien qué designa por ausencia de otro que lo reemplace, mientras al mismo tiempo planteamos, sino su muerte, al menos la puesta en cuestionamiento de los sentidos que adoptó en el pasado.
Finalmente, parece también clave defender la autonomía del pensamiento para pensarse a sí mismo, lo impensado, antes que reincidir en definir a quienes ejercen la actividad intelectual (que quizás han dejado de ser un sujeto, una conciencia representante y representativa) o subordinar esa actividad, una vez más, a los reclamos de otras lógicas, del recuerdo, de la ideología, de la religión...Esta autonomía del pensamiento ( que no es la autonomía de la disciplina ni la presunción de propiedad del discurso académico de la verdad) es quizás la defensa de un derecho, el de no volver sobre una teoría en una operación legitimadora de lo que ya se sabe o se cree saber, sino de crear nuevas.


Notas:

[1]
En el mes de diciembre del año 2006, Rosana López Rodríguez, perteneciente al grupo de investigación de Literatura popular (CEICS) publicó en la revista Veintitrés un artículo sobre la nueva narrativa argentina. Sus imputaciones causaron un intenso debate, cuyo intercambio continuó con la contestación de Maximiliano Tomás (director del suplemento cultural del diario Perfil), diálogos en su blog y, finalmente, la respuesta de Elsa Drucaroff también en Veintitrés.
La discusión giró en torno a la figura del intelectual, particularmente la del escritor, y en sus argumentos resuenan ciertas voces de las décadas del 60’ y el 70’. López Rodríguez asumía a la “joven generación de escritores” (Florencia Abbate, Wahington Cocurto, Gonzalo Garcés, Juan Terranova, Martín Kohan, Leopoldo Birazuela ) “no atrapan al público porque escriben desde la derecha”, a la derecha de su público. No se trataba de una denuncia acerca del carácter apolítico de este grupo, sino que la acusación era que representaban una política “rabiosamente conservadora”, desdeñable incluso ante los escritores populistas, como Allende o Restrepo, en tanto “todo populista está a la izquierda de cualquier conservador”.
El descrédito a cierto consenso acerca de la posición de algunos intelectuales de la actualidad, que ya no se consideran a sí mismos como tales, no vino solamente desde posiciones políticas y de su medida a partir de la aceptación de un público “no pequeño burgués”. Hubo otro hecho que supuso un duro golpe a la comunidad institucionalizada de intelectuales. El caso Di Nucci y su plagio de la novela Nada, según el cual, dice Guillermo Martínez “La corporación académica, en otro papelón histórico, expuso en su carta de Puán toda la miseria de la sociedad de socorros mutuos. Lamentablemente, nunca hubo otra carta dentro de la academia que saliera al cruce desde una posición contraria (yo sólo leí la posición valiente pero solitaria de Elsa Drucaroff)”
Un último debate puso en jaque a cierto discurso fijado de la memoria de los décadas del 60´ y el 70´, y que guarda relación con un estado de cosas actuales respecto a los intelectuales y su “compromiso” con la sociedad; me refiero a la polémica suscitada por la carta de Oscar del Barco respecto de los dichos de Héctor Jouvé y la experiencia de la lucha armada del EGP, que agitó a diversas opiniones y debates, cuyo trasfondo suponía la puesta en duda de la legitimidad de la lucha armada que, siguendo a Gilman, guardan relación con las posiciones antiintelectualistas de ese período histórico.
[2] Costa, I. Entrevista a Beatriz Sarlo. “La vanguardia o la pedagogía de masas” En: Suplemento Cultural Ñ. 3/9/2005.
[3] Terán, O. ; Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004. Parte I, Cap. 5, pp. 70-80.
[4] Gilman, C. “El intelectual como problema” en Prismas, N°3, 1999, pp. 73-93.
[5] Terán, O. Nuestros años sesenta. Buenos Aires. Punto sur, 1991, Introducción. Pág. 22.
[6] Costa, I. Entrevista a Beatriz Sarlo. “La vanguardia o la pedagogía de masas” En: Suplemento Cultural Ñ. 3/9/2005
[7] Calveiro, P. Poder y desaparición. Ediciones Colihue. Buenos Aires. 2003.
[8] Ver: Entrevista a Michel Foucault por Gilles Deleuze. “Los intelectuales y el poder” . Microfísica del poder. Ediciones La piqueta. Madrid. Pág. 77-86.
[9] Idem, pág. 78.

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