miércoles, 25 de julio de 2007

Realismo mágico sanjuanino

Los funerales de Doña Inés

"Si en la mayoría de los escritores el fantasma es la fuente de la obra,
para estos escritores el fantasma se ha convertido
en lo que la obra pone en juego, en su última palabra,
como si toda la obra reflejara su propio origen."
Deleuze

I

San Juan no conoce los inviernos húmedos de Las Pampas. Sobre un desierto nació un jardín encantado, detenido en el tiempo, bajo una bóveda de estrellas cercanas, cercado por las imponentes cordilleras. Tras esas cumbres intimidantes se esconden secretos milenarios. Sus habitantes han aprendido su lenguaje y, con ello, a respetar al paisaje de una naturaleza demoledora y conservadora a la que debieron adaptarse con las estrategias más pintorescas, constituyendo una verdadera cultura regional, exponente único del crisol que es la Argentina, profundamente consustanciada con sus raíces indígenas.
Esa tarde de febrero, Doña Inés, mi bisabuela, había decidido que elegiría el momento de su muerte y aún agonizante en el lecho, su espíritu se negaba a las demandas de su frágil salud.–Descanse mamá, vaya en paz- Le decía Guillermo, su hijo mayor. Inés insistía con ser su propio destino, aferrándose a la vida con los restos de un cuerpo que había crecido libre de urbanidad. Sus formas habían sido moldeadas por el trabajo en la tierra a la que sus ancestros veneraban y de la cual ella también se abastecía; sus manos fortalecidas por amasar a diario el pan casero y sus pies hinchados de pisar la vid. Su rostro marcado por los niños que perdió a causa de los padecimientos ante los cuales no existían alivios.
Doña Inés era un ejemplo de aquella hibridación, hija de un inglés y de una aborigen, a la que le debía sus cabellos oscuros, su tez morena y ancha nariz. Una mañana de esos veranos letales de los desiertos, su padre fue en su búsqueda al taller. Inés había tenido el privilegio de estudiar haciéndose acreedora de un título del oficio de costurera. Su progenitor, con la hosquedad propia de un hombre de su época, le anunció que un joven había pedido la mano de una de sus hijas; siendo ella la más grande, él daba conformidad con ese matrimonio.
Carmelo se había presentado en aquella casa a sabiendas de que había cuatro jóvenes solteras, poseía tierras y era un hombre de trabajo, y se sentía en edad de formar una familia. En estas tierras el amor teñía de otros colores a las imaginerías sobre la vida y las costumbres determinaban a los individuos de formas sospechosas, pero cierta creencia acerca del destino, que aún hoy perviven bajo otros signos, consentían cierto romanticismo del cual era legítimo dudar, pero en silencio. El hombre mismo era preso del costumbrismo, y en muchos casos, como el de Carmelo, rara vez perpetrado o cuestionado ese principismo con una doble moral. Ambos fueron personas de sentimientos ocultos, disimulados por los jolgorios de Inés y la rudeza de Carmelo.

Ella podía pasar días preparando los rituales de mi familia, mientras él se ausentaba en el taller inventando extrañas maquinarias para procesar la vid y refinar el vino. Nunca faltó a su hogar por las noches, salvo para las reuniones del sindicato de toneleros, del que él era el co-fundador y tesorero.

Nunca podremos saber si Inés dio conformidad privada con el extraño al que habían escogido para que compartiera toda su vida, si ese instante fue un principio o un fin; y antes de su muerte no dijo palabra alguna al respecto. Nunca sabremos del todo si fue feliz con esa falsa decisión, aquellos pensamientos se los llevo con ella, atesorados en su cofre de secretos.

II

¿Acaso los secretos desaparecen con la muerte? O ¿ Es esta misma el ritual de trasmisión de lo indecible, aunque esta impresión no fuera del todo comprensible? Si la muerte fuera tan solo una gran descarga para quien lleva las obligaciones en reserva, pero al liberarse a sí mismo condena a quienes han sido, o se sienten, depositarios de los misterios. Hablamos de injusticias, de silencios, de culpa, de deseos incumplidos...y el humor de la melancolía se instala por un tiempo.

¿¡Acaso es la muerte sepulturera, pero también evocadora!?
La semana antes de la muerte de Inés, todos sintieron la necesidad de hacer justicia con la partida a la que ella se seguía negando, pero vacilantes fueron presos de estos misterios devenidos en fantasmas y delirios, que es quizá, tan solo quizá, una de las formas en que se disfraza la nostalgia y los imperativos.

Coca, mi tía abuela, la hija menor de Inés, era quien mantenía vigente el funcionamiento de la casa. Se habría encargado de que la soledad no invadiera a su madre, desde que había fallecido Don Carmelo. Le teñía los cabellos todas las semanas y le cumplía sus caprichos. Hasta que quedó presa en la cama, Inés quien ya no pronunciaba bien las palabras, le daba órdenes sobre qué cocinar y aún gustaba de organizar las reuniones con los familiares, sus nietas ya grandes y casadas y disfrutar de sus bisnietos. Cuando sus deseos no eran cumplidos a rajatabla, era curioso que disfrutara con largos insultos, únicas frases de su vocabulario senil pronunciadas correctamente. Coca es una mujer de mucha paciencia, de hablar dulce y pausado, e ignoraba toda la parafernalia autoritaria de su madre, de la que evidentemente le costaba distanciarse. Rosario, su hermana mayor, mi abuela, se había mudado a la ciudad, excusándose en sus recurrentes enfermedades. Coca tampoco protestó aquella vez, y se adecuó a las circunstancias.

Sin embargo, extrañamente, a Coca le sobrevino una rareza durante la semana en que agonizaba Inés, episodio con un espejo que se repitió en varias ocasiones, siendo el último de los acontecimientos el más revelador.

Había en una de las habitaciones de la casa de sus padres, de paredes de adobe y ladrillos cruzados para evitar los sismos, un gran espejo que había pertenecido a sus abuelos. Era inmenso y ovalado, posado sobre un pie, y de bordes de latón. Debajo de él, descansaban los utensilios de porcelana para el aseo personal de toda habitación de antaño, una gran jarra y una palangana en forma de cuenco grande de ribetes dorados. En una ocasión de nocturno calor, ventilando los ropajes de cama, sintió que un frío le helaba las venas, un miedo extraño se apoderó de ella al contemplar en el reflejo del espejo una sombra entre amarronada y negra. Pudo distinguir luego un rostro blanquecino, de quijadas prominentes, barba y bigotes rojizos, cabellos oscuros, unos ojos ahuecados que trasmitían la sensación de reprimirla y alertarla. Reconoció de inmediato de quién se trataba, era su abuelo, el padre de Inés, o al menos eso le pareció. Quiso salir, pero allí estaba su madre, cerrándole el paso. ¿Mamá que hace acá? ¡Usted no puede estar levantada! La figura se desvaneció. Aterrorizada Coca corrió a su casa contigua a refugiarse en la compañía de sus hermanos.

III

Al ver a su abuela en estado de conmoción Renso, de apenas seis años, creyó intuir el desenlace -¿Qué va a pasar con la tata Inés?- Está muy viejita, hijito. Pronto no estará con nosotros, porque viajará a reunirse con sus padres- contestó su madre. Nos supo Fany de dónde nacieron esas palabras que rápidamente tuvo que ensayar para su hijo, pero un tiempo después de pensarlo, advirtió que esta representación de la muerte se configuró en base a la experiencia que el mismo Carmelo tuvo en una ocasión. Siendo un hombre escéptico, todos le otorgaron un valor mayor al episodio de su muerte temporal.

Carmelo estuvo muerto un minuto, y en algunas conversaciones aisladas con sus hijos relató su experiencia, que fue reconstruida luego para sus nietos. Como numerosos relatos de casos similares, dijo haberse encontrado en un gran túnel lumínico, propulsado por una fuerza a la que no osó resistirse. En el final del túnel, un abismo lo separaba de una suerte de Eliseo en el que se encontraban sus padres, amigos y otros parientes. Experimentó la sensación de no querer abandonar ese paraíso, de reencontrarse para siempre con los suyos, a quienes había perdido tiempo atrás. Sin embargo, fueron ellos quienes le informaron que aún no era su momento. A pesar de sus réplicas y deseos, una vez más aquella fuerza lo devolvió a su cuerpo. Después de aquello, dijo, jamás volvió a temerle a la muerte.

Carmelo murió diez años después, una tarde en que el viento sonda bandeaba el alambrado; a lo lejos pudo ver a un ladronzuelo que cortaba sus preciados tomates. Con noventa y dos años, corrió tras él, rastrillo en mano. En el camino, su corazón del color de sus tomates se detuvo. El dolor lo doblegó y la paz de su imaginado o predeterminado reencuentro con su origen, lo llevó no al final sino al principio.
Murió junto a sus plantaciones, abrazado a sus herramientas y tendido sobre la tierra, icono de su propia vida y del ciclo inevitable que se reprodujo como configuración ideal del más allá en su descendencia. Así fue que su fallecimiento no fue tan doloroso para quienes, de todas formas, sentirían su ausencia. La vivencia de Carmelo, constituyó una verdadera explicación que funcionó como tranquilización para las generaciones posteriores, que alentaban a Inés a dejarse ir, quien, por el contrario, se negaba al reencuentro con lo primordial de la vida.

IV

Es curioso que para las mujeres de este linaje la representación de la muerte no funcionó de forma tranquilizadora. Y no sólo la resistencia de Inés testimonia el temor.

Susana, su nieta menor, había acudido a la despedida ante lo inminente del absurdo predecible. Creía en el beneficio de ciertos sentidos de la percepción, como toda su familia, que hacía del fallecer un componente y confirmación de la mística de la vida.

Esa tarde, salió a caminar por los parrales, con sus hojotas coloridas, con el llanto agrio de las uvas frescas a flor de piel, pero serena, pensativa, entregada al ejercicio reflexivo y de la evocación. En el pasado, en esas fincas había jugado con Mary, mi madre y su hermana mayor, escondidas tras el duraznero y sembrando sarmientos; habían huido juntas de la obligación de beber leche recién ordeñada, caliente y coagulada, y reído mientras fumaban cigarrillos de hierba fresca. En uno de esos instantes en los que la memoria repasaba viejas opiniones de sí misma, de un pasado grato, en que contextualizaba a su querida abuela ahora agonizante en el lecho, intuyó que las hojas de la parra se movían. Contempló un tiempo intrigada y luego comenzó a caminar hacia el interior de la plantación. Se mantuvo quieta al observar una mujer de largos cabellos dorados, y bata blanquecina, de semblante terrorífico, que atravesaba rápidamente, casi en el aire, los ramajes impenetrablemente torcidos de los viñedos. Ella permaneció en silencio, y la mujer se detuvo casi a unos centímetros de su rostro, para inspirar un aliento que en otra dimensión le pareció un grito y contemplarla con ojos profundos. Cuando Susana quiso mover una mano, parecía estar encadenada, asimismo ocurrió con sus pies. Se vio obligada a testimoniar aquél palabrerío horrorifico del espectro, demandante e imperativo. Enajenada por la incomprensión, la mujer, sin mover las extremidades, se alejó en un segundo a unos metros de distancia, con el talante amarillo y los ojos negros. Una vez más, se hecho a correr. Susana rompió en llanto, y luego de esto, concluyó haberse topado con la muerte.

V

Mi madre murió mucho tiempo después que Inés, de una terrible enfermedad neurológica que la dejó cuadripléjica. A los cuarenta y cinco años y con tres hijos, desafió a su enfermedad, durante nueve años.

Mary también se luchó contra la muerte, de hecho me gusta pensar que ella misma eligió el momento de su fallecimiento. Su cuerpo se deterioraba, pero su mente, aun despierta, indicaba a las personas a su cargo cómo mantener su aseo, los cuidados, las cenas diarias y la distribución de información y quehaceres de la casa, su propia medicación y los tratamientos a seguir. Esa lucha era leída por ella misma como su dignidad.

Mary e Inés, se constituyeron en dos ídolos eternos, mujeres de decisiones, figuras de autoridad, bajo otra concepción femenina de la muerte, preservadoras ante todo de la vida y sus deberes para con sus hijos y familia. Claro está que no todas las féminas de la familia pudieron asumir este rol, pero claramente estas mujeres fueron su segunda conciencia, para alumbrar todo lo pendiente, como farolas iluminadoras, pero también como portadoras de todos los secretos depositados en ellas.

Y ello pervivió en la joven María Inés, testimoniado por algo punitivo que le sucedió durante los sueños en vísperas de la agonía de su abuela. Se encontraba ella en su habitación una noche de tormenta, mi padre se ausentaba por trabajo. Yo y mi hermana dormíamos a su lado para hacerle compañía.

A media noche, sentí un aire fresco en mis pies, me desperté y pude escuchar a mi madre quejarse. Estaba todo oscuro, pero podía verla mover sus extremidades, mientras le pedía a su abuela que la dejase. La desperté y me contó que había soñado que un oso marrón grande, con garras, que le arañaba los pies. Ella le pedía que la dejara, pero todo era en vano.

Cuando Mary supo que pronunciaba el nombre de su abuela, interpretó que su espíritu la hostigaba porque ella no había ido a despedirse sabiendo que estaba por morir, nunca pensó que podría ser su propio sentimiento de culpa y cierto tipo de justicia que se practicaba al momento de elegir su propia muerte.

Pero este tipo de sueños, de deudas y lealtad, con figuras parentales, no eran nuevos para ella. Mi madre teñía con misticismo la circulación y presencia de estos fantasmas, que se iniciaron con la muerte de Carmelo. La mañana siguiente le confirmaron que su abuela había muerto.

VI

Los sueños y la presencia de la familia no fueron privativos de Mary. Del paradigma de Carmelo fue acreedor su hijo mayor, Guillermo. Unos diez años después de la muerte de su madre, su hijo escuchó a su padre quejarse mientras dormía. Se levantó rápidamente de su cama y desde el umbral de la habitación pudo ver a su padre sentado en el lecho, bañado en sudor, sosteniendo sus brazos y pidiendo a Carmelo e Inés que no lo dejaran, que quería ir con ellos.

Después de reflexionar, y temer despertarlo, lo ayudó a recostarse y Guillermo prosiguió su descanso.

A la mañana siguiente no hizo referencia al sueño, y sin que su hijo le preguntara lo que sucedió Guillermo le pidió que lo llevara al cementerio. El joven le comentó lo ocurrido pero el hombre nada pudo decir.

Esa tarde visitaron la tumba de los padres, y su hijo sorprendido e inquietado, escuchó a Guillermo prometer que en unos días estarían juntos. El tono y la seguridad resultaron increíblemente alarmantes. Cinco días después Guillermo murió de un ataque al corazón.

VII

Los mitos y creencias de mi familia sanjuanina son dignos de una novela de García Márquez. El realismo mágico, reinterpretado por mi versión del legado que llega a mí a través de la historia oral, no es macana en el interior de nuestro país.

En lo personal, diría, que el origen y el secreto, son siempre un problema. Pero invariablemente hay en una familia un barbero del Rey Midas, que traiciona el silencio, y desentraña lo enterrado bajo tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario