lunes, 24 de septiembre de 2007

Paranoia II

Historias de la desafortunada villanería

Cuando se hacen historias, indefectiblemente se crean héroes y villanos; y no es gratuita ni frágil su perdurabilidad, digo, la de estos imaginarios. Generalmente los villanos resultan en tales por la
reafirmación de la moral, que lo vuelve al personaje en el eterno ignominioso. Y así, en tanto se preserva en el recuerdo el carácter vil de aquél personaje, se dilata la imperiosidad de la valoración, eternizando el modelo categórico del ídolo. Sin embargo, los villanos muchas veces suelen ser humanos, frágiles, corruptos, rastreros y aún así, nos resultan simpáticos. Reconozcámoslo, algunos antihéroes nos divierten. Le han dado gracia a nuestra historia.

Me refiero a los personajes de malicias picarescas, cobardes y, sobre todo, a los que les salió mal la treta. Es decir, el bien conocido, malo y torpe, un auténtico fracaso, que encima de padecer la ineptitud para hacer el mal, eterniza a su enemigo y pasa a la historia como el hazmerreír del relato.
Hoy vamos a tratar los mitos acerca de uno de estos simpáticos bribones sin suerte, se trata nada más ni nada menos que de nuestro referente histórico del robo estatal, de los corralitos virreinales y las estrategias dantescas de ignorancia militar, el mal querido y abochornado Virrey Sobremonte.

Sobremonte y su catalejo. La estragia del panóptico en la batalla de Quilmes.

Parece ser que Sobremonte supo el 18 de junio que unos buques enemigos esperaban en las cercanías de la isla de Flores y, con lógica, advirtió a los capitanes de milicias. Defensores actuales de la gestión del virrey afirman que “toda la culpa la tiene Liniers”. Según este mito, Liniers le informó que los barcos “alterosos y de poca guinda” le parecían buques mercantes holandeses. Se dice que Sobremonte se quedó tranquilo porque, por un lado eran buques mercantes y, además, porque al no manejar bien el idioma de los hombres de mar, entendió que se trataba de buques “alterosos”, pero confundió el calado “de poca guinda” con la expresión que aludía “a tener pocos cojones”. Por lo tanto, afirman sus defensores, era lógico que les restara importancia.

Cuando los buques estaban ya cerca de Quilmes, se explica que el Virrey celebraba una fiesta familiar epilogada con una función en la Casa de Comedias, la representación era “El sí de las niñas”. Sebario Oimundo, historiador fanfarrón que interpretó este acontecimiento, dice que “en realidad, el Virrey estaba de juerga”.

Pero, para sumar desgracias a nuestro poco serafín personaje, media vez que podría participar de una orgía (y no cualquier orgía, sino de una epilogada) vino un emisario de Liniers con unos papelitos en los que decía que los buques mercantes no eran tales, sino navíos de guerra ingleses. Parece ser que Liniers tampoco era un tipo muy despierto, porque reveló las grandes guindas de los navíos, y reconoció su equivocación, cuando acabaron de destrozarle el barco con unos tremendos cañonazos.

Según la historia, a las nueve de la noche, fiel a sus tareas y preocupado por las revelaciones, Sobremonte se retira a la fortaleza. Lo extraordinario de la poca sagacidad de Sobremonte es que se sube a la azotea de la fortaleza para “hacer señales a los buques corsarios a fin de que se cobijaran”. Un señor muy considerado dirían
algunos… ingleses.

Sin embargo Herminio Castro, historiador de la gestualidad en la modernidad, afirma que: “Si bien en la construcción simbólica actual de la gestualidad, podríamos interpretar el gesto de levantar la mano e indicar que se corran de la mira de los cañones como que el Virrey estaba en connivencia con los atacantes, sabemos que el acto de mover la palma como reina coronada representaba en realidad una provocación, pues aludía a la lealtad de Sobremonte a la Corona”. Sea cual sea la verdad, los milicianos le empezaron a tomar bronca.
La versión de la asociación de defensa de los personajes históricos víctimas del rumor y la calumnia, asegura que quién en realidad subió a la fortaleza e hizo el ademán fue el mismo Liniers disfrazado, y ninguno lo distinguió porque se veía muy chiquitito a esa altura. Otros en cambio, siguiendo con la teoría del complot, dijeron que en “Las memorias de mis fracasos”, Sobremonte aseguraba que justo pasaba por el lugar una de sus amantes y simplemente “la saludé haciéndome el canchero y me salió mal”.

El Virrey que podía delegar funciones, lo deja a cargo a Pedro Arze (subinspector de milicias y tropas regladas) y a Manuel Gutiérrez (teniente coronel de blandengues) y se fue a dormir. Y claramente se durmió. Dice un testimonio oral de hace 200 años que fue remodernizado con el paso del tiempo: “Fue muy imprudente el
Sr. Sobremonte, dejó al mando del operativo a un burócrata y a un señor timorato al mando de unos soldados apocados, esa unión era cómo la bomba atómica, genial, pero sufrirían millones”. Pero no fue para tanto.

Febo asomaba y ya sus rayos iluminaban el histórico convento, como dice la canción; pero el amanecer esta vez no saludaba las hazañas de San Martín sino al pusilánime ego de Sobremonte, quien ese 25 de junio viviría su único día de gloria. Una escuadra inglesa se presenta a la vista de la ciudad, pero el Virrey arenga a una multitud
congregada en la plaza que le pide armas para defender la urbe. Por primera, única y fortuita vez, Sobremonte fue aclamado. Sale al balcón y asegurando que estaban tomadas las providencias, los manda a almorzar porque “él vigilaría con su catalejo”. Convengamos que la gente era muy confiada, no porque dudáramos de la vista del
virrey, sino porque se hacía difícil comer tranquilo con lo cañonazos de alarma que daban en la fortaleza, anunciando que pronto los ingleses estarían en las costas. Pero ni las guindas británicas le robarían el recuerdo de su momento de grandilocuencia, ese que por supuesto jamás sería recordado por la historia.

Según dicen, los ingleses se tomaron su tiempo. Mientras el virrey posaba frente a su espejo fingiendo agitar a la multitud, los británicos recorrieron las costas y buscaron el mejor lugar para desembarcar. A las 11 de la mañana descendieron en Quilmes, tranquilos, iban y venían unos veinte botes con soldados discretamente uniformados de rojo, bajando caballos, cañones, arreos, pólvora…era en ese momento en el que se daban las señales de alarma, mientras los ciudadanos comían y el virrey contemplaba su reflejo a través de su catalejo.

Los Ingleses, que no sabían de los descuidos de Sobremonte, supusieron que había tropas ocultas en los espinillos y se quedaron en la playa, sospechoso y yertos. 1650 hombres sufriendo frío y temerosos de la contienda. En eso llega Arze, temerario, con 400 milicianos, 100 blandengues y dos cañoncitos de a 4 y los miran, los contemplan durante toda la tarde. Esta fue una verdadera batalla histérica antes que histórica. Arze no avanzaba, no hacía nada, salvo pedir refuerzos y seguir esperando que atacaran.

Llega la noticia del desembarco a Buenos Aires. El consejero de Sobremonte le recomendó que tocara generala a las dos y media. La multitud volvió a congregarse en la plaza y ante los temores confesados por Sobremonte que le impidieron armar al pueblo, los milicianos le cantaron: “Hay que cambiar la historia, dejate de joder, ingleses a la mierda, milicias al poder”. Y es que “éramos grupos de hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación alguna” dice Belgrano en su autobiografía, justificándose haber cantado como loco a cococho de uno de sus compañeros. A sabiendas de esto, el estratega Sobremonte se limita a distribuir las milicias, desarmadas, en compañías al mando de algunos oficiales veteranos. Manda la caballería al actual Puente Pueyrredón y dispone se saquen los caudales para el interior con una escolta de cien blandengues, y se va otra vez a dormir.

Los ingleses siguieron bajando cosas durante toda la noche, “ya no sabíamos que descargar para hacer tiempo” argumentó Beresford y, mientras tanto, Arze ni se movía. El testimonio del jefe de navíos inglés aclara las razones del inicio de la ofensiva :“Nos pudrimos”. Al amanecer del 26, los ingleses propician lentamente el avance. Pareciera ser que Arze se limitaba a mirarlos desde su altura, pero otras explicaciones historiográficas aseguran que calculaba desde allí el número de hombres y las armas que cargaban. A pesar de la lentura de Arze para sacar cuentas, el comandante Eusebio Mitre Anchorena, nos dijo que la posición de Arze era “la más bella posible”. Igual poco duró, cuando los vieron venir rompieron fuego con los dos cañoncitos y el obú y los ingleses responderon con sus schrapnell. Al oír los disparos, Sobremonte subió a la azotea de la fortaleza e hizo otro ademán incomprensible con sus manos, reincidiendo con la estrategia mímica antes analizada. En eso Sobremonte vió una gran humareda y mucha gente corriendo en sentidos caóticos. “Arze -dice el Miliciano Alborez- nos gritaba: ¡Yo ordené tocar retirada, y no desordenada fuga!, mientras él corría más rápido que todos los blandengues juntos”. Y mientras se chocaban, trastabillaban o buscaban un refugio, Arze, quien no hizo nada, y se dedicó a la contemplación, se lamentaría “¡Qué dirán las mujeres de Buenos Aires!”. Este fue el glorioso combate de Quilmes.

Sobremonte insistía con contemplar el escarmiento con el en ese momento inútil catalejo, que ya lo tenía encarnizado en su pómulo: la distancia, neblina y el humo de los cañones le impedían saber qué es lo que pasaba. Aún en esas circunstancias, Sobremonte se empeñó en defender la fortaleza ¿A qué se debía esta obsesión? El psicólogo David Hidalgo Gonzáles de los Viñedos, quién estudió las extrañas conductas de diversos personajes histéricos, nos da algunos indicios:
“Sobremonte padecía de la obsesión de cualquier hombre con poder, la de vigilar los engranajes dispuestos. La maquinaria paranoica, de la desconfianza total, llevó al Virrey a no querer ceder su puesto panóptico, representado por la azotea de la fortaleza, la altura,
desde donde vigilaba los acontecimientos por medio de su catalejo. Esto le permitía seguir siendo libre, por temor a la reclusión”.
Quizás, preservar la fortaleza se sustentaba en la creencia de que aquél poder asociado al espacio le daba placer, lo hacía hombre, en el éxito, pero fundamentalmente, como hemos visto, en el fracaso.
Probablemente, es más simple pensar que era un mal estratega, porque los hechos que se suceden dejan bastante claro que el virrey no había enloquecido en lo absoluto. Como estaba cansado, como de costumbre, no se le ocurrió nada mejor que mandarse a mudar con el tesoro. Pero, luego de su huída a Cañada de la Cruz, una vez más la estrategia de Sobremonte fracasa. Beresford pregunta: ¿Dónde están los caudales? Todos los que juraron en nombre de los nuevos gobernantes se alzaron de hombros. Dice el capitán: “Si no me traen el tesoro, yo mismo confiscaré sus riquezas”, así la caza de brujas dio por terminada la aventura del virrey y lo sumió al abandono en la más temida de las reclusiones, la del olvido.

Publicado en la sección Copacabana del nº 21 de Prometheus mdq, Revista Cultural disponible en http://www.pmdq.com.ar/anteriores.htm. Para ver el numero actual de Prometheus, consultar: http:// www.pmdq.com.ar

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