domingo, 12 de julio de 2009

De Los combates por la historia a la revolución en la historia


En 1933 Lucien Febvre en su célebre Combates por la Historia afirmaba que la fórmula “La historia se hace con textos” se sostenía en el momento mismo en que la arqueología se dedicaba a redactar, sin textos, el más largo de los capítulos de las historia humana. De allí “Nacía una historia económica con la pretensión de ser, principalmente, la historia del trabajo humano (…) Nacía una geografía humana que llamaba la atención de los jóvenes, captados rápidamente por los estudios reales y concretos, por estudios que eran como si se hicieran penetrar en el triste claroscuro de las aulas el cielo y el agua, los pueblos y los bosques, toda la naturaleza viviente”. Estos exploradores de las sociedades antiguas habían escapado felizmente a esa fórmula estéril. La voluntad de vitalidad de esa multiplicidad de historias emergentes se gestaba en la renovación diaria de sus estudios “por las excavaciones, los descubrimientos de monumentos y material humano, en contacto con realidades sustanciales (…) Cosas todas que uno puede palpar y tener en las manos, cuya resistencia puede probarse, y obtener analizando sus formas, cien datos concretos sobre la vida misma de los hombres y las sociedades”.
Mientras tanto, decía Febvre, los jóvenes historiadores habrían quedado atrapados en el estudio, la explicación e interpretación de los textos, a través de un método burocrático “sedentario, oficinesco y de papeleo, trabajo a realizar con las ventanas y cortinas cerradas”. Se trataba de toda una actitud, una manera de disponer el cuerpo y el pensamiento, a la vez, medieval, pues los historiadores procedían como campesinos, arando gachos la superficie del suelo de la historia, para “una economía, una industria y un comercio abstracto”. La historia era la señora de ese feudo, toda ella hecha de palabras, frases, fechas, nombres de lugares y hombres.
Señalaba con entusiasmo Febvre que el trabajo con textos- y no solo con los textos presupuestamente veraces e institucionales, sino ¡todos los textos!- tenía que ser por el contrario una labor compleja. Tarea difícil de extraer positividades que “nunca proporcionan los documentos de forma directa”. Trabajo artesanal e industrioso de pulido, que consistía en dividir y descomponer, “disociar un complejo intrincado…no de datos, sino de lo tantas veces creado por el historiador, lo inventado y fabricado con ayuda de hipótesis y conjeturas, mediante un trabajo delicado y apasionante” a partir del cual se crean los objetos de observación.
La fertilidad de la historia advertía Febvre ya no podía ser cosechada por medio de ese trabajo agrícola, pero tampoco se trata, afirmaba, de establecer peligrosas jerarquías entre peones que se dedican a simplemente establecer hechos y una elite de constructores que son los considerados capaces de ordenarlos, sino que “ Para que no se pierda nada de trabajo humano, la invención tiene que realizarse en todas partes”.
Es posible afirmar que Febvre entendía que la historia, a partir de su relación con un afuera, descubría en las prácticas de esa multiplicidad de historias un problema que Michel Foucault vuelve inteligible en La Arqueología del saber . Los límites a esa historia tradicional habrían sido actualizados por estas nuevas prácticas y discursos desarrollados por fuera de la historia, prácticas que habrían supuesto todo un acontecimiento dentro de las ciencias humanas: la critica al valor del documento. Es esa crítica la que aparece como problema de la práctica histórica en Febvre, quien señalaba que el documento no debía analizarse como palabras, proposiciones, frases, para ser explicado su sentido oculto o abstraído en infinitas ideas. ¡Qué importan los hombres! Exclamaba una nueva generación de historiadores a través de Febvre, mostrando desinterés por la unidad del sujeto y por la interpretación de frases que remitían a un sujeto de enunciación que parecía tener el poder de comenzar el discurso o que era alguien importante. Personificación lingüística que también fue discutida por Blanchot a la que oponía el “murmullo anónimo”, como del que da cuenta Farge en su historia de la experiencia política del cuerpo del pueblo francés en el siglo XVIII. Afirmaba también Febvre que el objeto hay que inventarlo, no está dado ni es natural. Todo esto estaba planteado allí como problema, en esa obra que todo historiador actual ha leído en alguna ocasión.
Parte de la cuestión formulada por Lucien Febvre fue negado por la introducción del método estructuralista en la Segunda Generación de Annales y los análisis económico-sociales, pero positivamente vuelto a problematizar y relanzado hacia delante con el tratamiento ya no de las continuidades sino de cortes, en tanto nuevos espacios en los que se distribuían y convergían una multiplicidad de singularidades y divergencias. Cortes de breve duración que abrían la superficie de la historia, liberando un sinnúmero de saberes según un método serial que, como afirma Gilles Deleuze, hacia imposible cualquier despliegue de secuencias en beneficio de una historia que convertía “su análisis en el discurso continuo y la conciencia humana en el sujeto originario de todo devenir y de toda práctica”
El problema que siguió vigente para los historiadores fue entonces liberar al método de las sujeciones antropológicas y dotarse de nuevas y rigurosas herramientas para componer y problematizar el archivo. Luego de la crítica al valor del documento, esta serie de problemas ya no podía resolverse con interpretaciones, ni trascripciones o abstracciones de lo visto en los textos, sino en un análisis arqueológicos de los discursos en tanto monumentos, deviniendo el historiador en archivista-arqueólogo.
En síntesis, el problema sigue girando en torno a pensar un método adecuado por hacer brotar de las frases, palabras y proposiciones la materialidad, los enunciados, y abandonar los resabios de análisis según las funciones del sujeto, el objeto y los conceptos, de lo posible o virtual, de lo sobredicho y lo no dicho, de las formas y contextos. Toda esta enorme empresa fue desarrollada por Foucault de forma erudita en Las palabras y las cosas y La Arqueología del Saber y trasmitida con actitud pedagógica y generosa en sus cursos.
Febvre esperaba el momento en que la historia dejara de quedar atrapada “entre los dos extremos de una pesada cadena” y diera cuenta de una nueva práctica histórica liberada del pasado. Siendo Foucault quien tomó el problema por el centro, afirma Paul Veyne, es sin duda “autor de la revolución científica que perseguían todos los historiadores (…) Es el primer historiador totalmente positivista”.

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