lunes, 25 de octubre de 2010

La vergüenza de ser hombre

Existe cierta expectativa de que con la condena a los militares responsables de los asesinatos del Estado terrorista durante la década del 70, de que el haber recuperado el espacio para expresarse y ejercer libertad, de que al recuperarse en la memoria el relato de quienes han sido víctimas de ese pasado, se llegará en algún momento a un estado de cierto gozo, de paz, de reencuentro con todo aquello perdido que habilita a no cuestionar regiones oscuras del pasado reciente. En ese marcó es difícil precisar qué alentó a Jouvé a describir la muerte de Pupi y Bernardo, y ante lo cual resonaron inesperadas las palabras de Oscar del Barco. Para representarlas Schmucler utiliza la metáfora de una luminosidad imprevisible e irrefrenable que ha quebrado la noche. La luz es la abertura que hace espacio. Ese territorio gris y problemático que se abre es un hecho que no puede ser negado. Ante esa imposibilidad de negarlo se ha recurrido a falsificar sus motivos. En esa tarea se esmeran quienes no se atreven a decir sin retórica que creen que existen muertes ajenas justificadas por razones históricas. Muchos de quienes responden a del Barco creen en leyes invariantes de la historia como que su marcha está movida por la lucha mundial entre clases sociales, que la revolución era un hecho inminente porque existían las condiciones históricas objetivas para su realización o que los sentidos del pasado relevan a los hombres de que la sociedad revea sus actos. Y a pesar de ese afán por tratar a la historia como a la naturaleza, como si fuera movilizada por leyes invariantes y fuera posible fabricarlas eludiéndose de las consecuencias, a pesar de esa metafísica criminal, o quizás por ella, no están dispuestos a sostener ese imposible, el “no matarás”, como un límite infranqueable y principio inquebrantable de cualquier pacto social inscripto en todas y cada una de las formaciones históricas.

Tanta incomodidad quizá se deba a que la iluminación de la zona gris no es liberadora. A la salida de la noche-escribe Primo Levi-cuando se vuelve de estar reducido a lo instintivo de preservarse de la culpa, al relegamiento al mundo privado, a la negación, a la indiferencia hacia el dolor ajeno, a la búsqueda de justificaciones autocomplacientes, cuando se abandona todo ello se vuelve a ser un hombre y, entonces, no viene el gozo, por el contrario, la víctima sufre la consciencia de haber sido envilecido. Esa sensación que Levi describe es la de una tremenda y sobrecogedora vergüenza. Pero hay que tener coraje para asumirla y expresarla públicamente. Quienes han creído que pueden deshacerse de ella, perpetúan el crimen. La vigencia del ultraje se garantiza con la deformación del recuerdo del crimen. Pero el crimen también se perpetúa por la negación del asesino y el que consiente, de su responsabilidad. Esa negación, las verdades acomodaticias, el fabricarse una realidad más cómoda, son la negación de la paz al atormentado. En términos de Oscar del Barco: “mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente”.

Oscar del Barco no escribe entonces movilizado por la búsqueda de una verdad histórica ni por el deseo de narrar su versión de la historia para alivianar esa angustia. Escribe porque siente vergüenza de ser hombre y ¿qué mejor razón para escribir? No se trata de sobrevolar desde las alturas los hechos del pasado como si le fueran ajenos, tampoco de hacer una recuperación de su inocencia, ni encontrar una matriz teórica capaz de justificar y defender su vida. Algunos de estos propósitos han sido expuestos en las respuestas a esta carta. Oscar del Barco tampoco ha querido dar un testimonio, no es él quien ha tocado fondo. Pero ni siquiera Jouvé, que estuvo en medio de la zona gris, asumió la obligación moral o lo movió el deseo de deshacerse de esos recuerdos intentado hablar por quienes no han podido. Solo Pupi y Bernardo Groswald son los verdaderos testigos. Pero nadie ha asumido la tarea de contar su destino. Aquél silencio expuesto en el relato de Jouvé desató la vergüenza de del Barco. La vergüenza de ser un hombre no supone un juicio ni decir somos todos culpables o asesinos. Quiere decir ¿Cómo es posible que esos hombres hayan hecho eso y que a pesar de ello yo haya transigido? Y aún más, yo haya apoyado esas acciones.

Qué moviliza a esa vergüenza que siente del Barco. Hay muchas vergüenzas en una.

Se trata, por un lado, de la vergüenza de ocupar el lugar de otro. Vergüenza de que Pupi y Bernardo pudieran estar viviendo la vida de su hijo. Como si este ocupara el lugar de esas vidas en la medida en que él se siente responsable de sus asesinatos. Y también es la vergüenza de estar vivo en lugar de ellos.

Por otro, vergüenza de ser un hombre que no pudo ejercer su libre subjetividad. De haber adquirido un reconocimiento intelectual plagado de vergüenzas. Vergüenza por haber apoyado con su autoridad intelectual las acciones del EGP. Vergüenza de no haber hecho nada, o no lo suficiente, contra la legitimidad que la violencia adquirió en la Argentina de esos años y cuya lógica fue reproducida por las organizaciones armadas.

Asimismo, vergüenza por la humillación a la que fueron sometidos los muertos y los sobrevivientes. Se trata de una un acto de contrición por haber fallado en el plano de la solidaridad humana, pues la muerte ha sido la transgresión de un límite, el límite de zonas intermedias en las que entran en juego en la sociabilidad los cuidados de los otros. Vergüenza de no haber cuidado la vida de esos dos jóvenes y de tantos otros.

Los estallidos de sus detractores fuera de la vergüenza resultan más fáciles. Quizá sentir esa vergüenza engrandece al hombre, pues se propone a través de la escritura liberar la vida que el hombre ha matado y que no es la propia.

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