Estuve revisando un viejo artículo de Alain Rouquié titulado “El poder militar en la Argentina: cambios y continuidades”, en el cual se analiza los elementos de cambio respecto a la continuidad marcial de la última dictadura en la Argentina.
Allá por la década del 80´, Rouquié señalaba, entre tantas otras cosas, la existencia de una hegemonía del poder militar a partir de 1930, cuyo correlato es el aspecto reiterativo de la intervención política de las Fuerzas Armadas que demostraría, según su parecer, la imposibilidad de desmilitarizar la vida pública.
Indica tres particularidades de la dominación militar permanente: los militares, por un lado, se hacen cargo del gobierno, pero al mismo tiempo no institucionalizan su participación en el poder, para, finalmente, devolverlo periódicamente a los civiles. Estas tres características definen lo que Rouquié llama “falsas salidas y eternos retornos” del poder militar, que están implícitas en la relación entre las Fuerzas Armadas y la vida pública.
Es posible pensar que el golpe de estado de 1930 se devela no como un antecedente del proceso posterior, sino como su fuente misma. Remontándonos hasta ese hecho no se sitúa el retorno a un mismo marco temporal, con sus mismos elementos constitutivos o fuerzas sociales, sino que se despliegan aquellos flujos que no pueden sustraerse de ese origen. Eso no significa que estas “falsas salidas y eternos retornos” iniciados por ese entonces supongan una recuperación del tiempo perdido o un devenir sin solución de continuidad, más bien, parecieran tener relación con una inscripción del poder autoritario en el cuerpo social: la creencia de que sus modos y sus formas aún variadas reproducen un mismo sentido. Eso es lo contrario a la memoria, en tanto recordar es el pensamiento que piensa la diferencia.
Creo que toda referencia a ese origen no pretende dar con una causa o una responsabilidad primera. La sucesión de golpes militares no parecen consustanciales a la cultura política argentina porque obedezcan a una regla o se continúe una necesidad. Por el contrario, es posible considerar que uno de sus mayores éxitos es la inscripción de esa suerte de ley en el cuerpo social, que resume el temor a lo desacostumbrado, temor que subsume las voluntades, libertades e intentos de acción al buscar en el pasado algo ya conocido o, en referencia a él, el por qué ha cambiado alguna cosa.
La concepción que cuestiono es la que naturaliza la intromisión militar como consecuencia de la obediencia a esa ley (por ejemplo, esa misma operación fue repetida con la Ley de obediencia de vida y punto final) En ese “así y no de otro modo” es por lo que se justifica obrar siempre de cierta manera. El develamiento de la falsedad de esta supuesta regla ofuscada, revela la existencia de la posibilidad de haber obrado de otra manera y, más importante aún, responsabiliza al recuerdo de pensar esa diferencia, cuál es el modo posible y alternativo en el presente.
Rouquié también señala a la ilegalidad como particularidad de las formas de participación de los militares en el gobierno. Este supuesto, en cambio, impide observar la participación efectiva y afirmativa del poder militar en materia jurídica e institucional. En síntesis, como parte de la inscripción de la violencia en las formas jurídicas y en la estructura del propio estado. Me interesa pensar la marca del poder militar a través de su co-gobierno con civiles, o su tutela, o en otros casos siendo militares mismos presidentes constitucionales o protagonistas del gabinete Ejecutivo, en el marco de democracias restringidas, de sistemas partidarios semicompetitivos, bipartidistas, coercitivos, con elecciones bajo condicionamientos y arreglos preestablecidos. Una vez en el poder, las burocracias militares y civiles, politizadas y divididas internamente, participaron a través del estado y sus instrumentos- como señala Rouquié- en una sistemática militarización de la vida pública, pero no solo a través de la ilegalidad, sino por medio de mecanismos represivos institucionalizados. Me refiero a esto mismo, porque yo investigo en particularidad una ley sancionada bajo la presidencia de J. D. Perón, pero aplicada sistemáticamente por Arturo Frondizi para movilizar el Plan CONINTES: la ley de organización de la nación desde tiempos de paz para tiempos de guerra ( 13234/48) que legaliza en el campo civil y político la acción de las tres fuerzas y el ejercicio coordinadas por el poder Ejecutivo para el ejercicio de la violencia política de parte de los grupos representados en el estado. La coexistencia de legalidad e ilegalidad de la tecnología represiva, hasta en las formas de intervención del poder militar, genera una pérdida de referentes, una confusión que inscripta institucionalmente y en el cuerpo social se constituyó en una de las claves de su éxito.
Una “falsa salida” indica de por sí una permanencia encubierta bajo otra forma, por cuanto el “eterno retorno” es también ilusorio, tan ilusorio como pensar que la continuidad de ese “así y no de otro modo” constituye una eternidad, en ese entonces la del paso de la ingobernabilidad al gobierno o co-gobierno del poder militar. Pero tan ilusorio también para creer que no ha quedado su rastro de modo alguno, quizás ahora, como dice Tomas Abraham, la del paso de la ingobernabilidad al poder vitalicio.
Un ejército que no defiende a nadie de nadie, es un ejército? O es una industria muerta, casi felizmente, por que es la industria de la muerte.
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