jueves, 21 de junio de 2007

In útero posmoderno

Me es odioso recordar mi estadía del 4 de abril en Buenos Aires por todo aquello que suele considerar a la música como una actividad innecesaria. Era pobre, materialmente hablando, por haber gastado mis últimos ahorros en la entrada al concierto de Placebo. Esas razones de la utilidad se contradecían con una sensación de urgencia, casi caprichosa, por estar allí.

La cuestión es que ahí estábamos, soñando esa noche de luna lobezna, bajo un cielo en tonos azulados y rojizos, una escenografía que era de no creer. ¿Quiénes? Toda una banda sospechosa, engalanada de negro, irrumpiendo un valle artificial montado sobre el barro e iluminado con grandes y fulgurantes luces. Más precisamente, el Dogo, Florence y yo, entremezclados en la masa con lucecitas montadas y listas para escena dispuesta en el club Ciudad de Buenos Aires.
Había estado lloviendo, el terreno era inseguro y el cansancio de la noche anterior nos había sorprendido en la espera, porque el show empezó dos horas después de lo programado a causa del mal tiempo. Además mucha gente junta esperando agobia, nos agobiamos todos de nosotros, y cada uno de la postergación, esa irreverente; pero a la vez, la expectativa era un escondrijo, una identidad, sincera amistad con motivo de la fiesta.
De forma oportuna nos sobrevino una bella noche, una noche profunda a la que por un momento no sobrevivió ninguna voz, el silencio fue absoluto, y entonces se despertó en mi una sensación de temor, puesto que lo único que se escuchó, y dio inicio a lo que estaba por comenzar, fue una alarma. Pero no cualquier alarma, una que emulaba el sonido de las que se utilizan en las centrales nucleares con motivo de algún desperfecto o emergencia. Situación límite, de extrema gravedad. Un dato curioso fue esa evocación al ritual. Y, un tiempo después, me pregunté ¿Qué modo me era propio para sentir temor ante ese estímulo? Acaso jamás había escuchado yo una alarma digna de un escenario bélico de la guerra fría. Dos recuerdos vinieron a mi: en primer lugar, rememoré haber estado una vez, con motivo de una visita escolar, en la central Atucha, en donde durante toda la mañana se hicieron simulacros de fuga. Quizás eso dejó una fuerte impresión. Asimismo, el juego, pero especialmente la película, Silent Hill, que utilizaba ese mismo sonido para prevenirnos de que lo peor se avecinaba. Había gravado en mí, entonces, incluso más allá de estas asociaciones, un temor, la preparación ante un peligro inminente que ese sonido evocaba y ante el cual había que prepararse; sin embargo, aquí, anticipaba un concierto de música ¿Tenía razones para temer? El Dogo, luego de burlarse acerca de que nos sumergíamos en la noche del Silent Hill, me dio un abrazo, estábamos felices de estar compartiendo esa experiencia juntos.

La preparación del concierto no era gratuita, la alerta generalizada fue seguida del encendido de las pantallas gigantes que simulaba uno de esos gráficos que indican los signos vitales, los de alguien que agonizaba. Así empezó un ritual de muerte, un ceremonial para vivirla hecha música, pero también que nos alertaba para sobrevivir a su poderoso influjo. En eso, contemplando esa vida que desfallecía en un gráfico, la de cualquiera de los que se nos había concedido la pasión y la cólera que engendra tal provocación a la vida, uno a uno van saliendo los integrantes de la banda, y se prenden las luces del escenario al son de Infra-red y al grito colectivo de ¡Someone call the Ambulance! Era inútil escapar, auguraba la canción. Ya estábamos en el baile, así que había que bailar. Una celebración del nacimiento, un infeliz cumpleaños, una persecución y la noche, una noche que apaciguaba la ira, rebelarnos no nos estaba concedido, a pesar de que éramos demasiados, todos predispuestos a la asechanza, sin poder escondernos del sonido ¡Forget your running, I will find you! Nos gritaba Brian Molko y un radar se aparecía imponente en las pantallas. Estamos vigilados, autoperseguidos y autocatigados por nuestra mente, infra -red, sutil red capilar que se enerva en la oscuridad, y nos alcanza, se entreteje en la membrana de nuestros cuerpos que, al cambiar las frecuencias, comenzaron a experimentar extrañas sensaciones producto del sonido. Devine en inoportuna, algo incómoda también, puesto que no podía interpretar la sensación de experimentar que los ritmos y los graves de Meds se sobreimprimían en mi pecho como un órgano artificial, una suerte de corazón que latía lento, moribundo. ¿Qué está mal con nosotros? ¿Qué está mal conmigo? Nos preguntamos. Todos, y cada uno a su modo, nos olvidamos de tomar nuestras medicinas. Y se complicaba, definitivamente todo se complicaba. Estábamos cayendo en una depresión masiva devorante. Bailábamos alegres mientras nos precipitábamos libres en una propuesta dolorosa, solos, cada uno consigo mismo, pero a la vez fue la soledad más concurrida de mi vida, una verdadera fiesta que proponía no olvidar la advertencia, la de la necesidad de sobrevivir a esa experiencia profunda. Tras Because I want you, y la presentación de la banda de por medio, nos relajamos un poco. Yo esperaba más descarga, más fuerza, pero las canciones que escogieron para inaugurar la celebración lacerante fueron en su mayoría las de Meds, pero en versiones más lentas, pausadas, que nos dejaban con las ganas de saltar de furia. Esta sensación se revertirá más adelante.

Cambio de guitarras y más alarmas, muchas más, sirenas también, la voz de Brian distorsionada por una suerte de megáfono. Space Monkey, evocaba la vieja demagogia del megáfono, en contraste con una dulce voz que nos pedía pelear contra él, ayuda quizás o nosotros a él, o a los que estaban a nuestro lado. ¡ Don´t, don´t, don´t let me down...like you let me down before! Vamos todos, nos gritaba el cantante mientras agitaba un cigarrillo, intentando evitar que nos hundiéramos, al secreto, al misterio.

Viene una viejita, anuncia, fue inolvidable; mucha guitarra y más nostalgia, exudábamos súplicas, arrepentimiento y aceptación. I know, I know…!!! Nos desgarrábamos con los llantos de Brian, You love the song but not the singer. Quizás por eso decidió hacer una canción de despedida, y ubicarla seguida a este tema, porque luego de descubrir, de rememorar sentirse no queridos en algún momento, la inocencia perdida y a aquella voz que nos hizo llorar, cantamos todos A song to say goodbye. Con un ¡ Adiós Muchachos! se despidió Nancy Boy. Ahora no podíamos más que llorarlo/a. Empieza desde entonces el momento más melancólico del espectáculo, sin pausas, un tema tras otro, meditativos, nos retrotraía a un viaje hacia nuestros adentros, hipnotizados. En eso nos despierta de este sueño un ¡Qué tal Argentina! Nadie contesta. I said qué tal Argentina. Se escucha más fuerte, vivificante, la voz del bajista, Steffan Olsdal. Las guitarras y los gritos nos volvieron de vuelta a la vida. No había nada que hacer, ahí estábamos nosotros y eso, él, ellos, eso que no tiene nombre, ¿lo que somos? No hay nada que hacer, finalmente Every me and every you. Every me and every me, and every you…se recibe en frecuencias cada vez más altas y, luego de haber salido de aquella inmovilización contemplativa, estábamos todos saltando, desafiando con el cuerpo a la agonía previa y cantando con más ánimos.
Una paloma negra en la pantalla, no hay esperanza, el cielo amenazaba con llover y el bajista, una vez más, nos alistaba a mantener el pulso vital, pasando ya, luego de Special needs, la primera mitad del recital e iniciándose la segunda parte con One of Kind. ¡So fuck you! I am, I am…Comenzaba algo de la resistencia, menos dolor, más fuerza, cuerpos vivos. Pero esto fue un breve oasis, puesto que ignorábamos a dónde nos conducían. Si Every me and every you había sido el momento anímico más alto del recital, en medio de With out you i´m nothing nos precipitamos de nuevo. De nada nos sirvió reforzar quienes éramos con One of Kind, porque advertimos que los I am sonaban menos decididos, agudos, porque ante los “sin vos no soy nada” nos entregábamos espontáneamente, una vez más, diría que casi sin excepción, a ese lugar de sueños inquietos. Quizá una de las más bellas canciones de Placebo, registrada con David Bowie, era una interrupción a todo intento de pelear contra la desilusión. Creo que luego de este tema, durante Bionic, empecé a sentir que faltaba poco para llegar a mi límite, estaba contenta, disfrutando, sin embrago, mi cuerpo casi se desplomaba de tanto golpeteo anímico, mezcla de sed, tristeza, liberación y ruido graves. De repente, una especie de milagro, el clima una vez más adivinaba el mejor decorado para la ocasión. Sentí que unas finas gotas frescas bañaban mi rostro, aliviaban la tensión e inspirados por un estadio bailando bajo la lluvia, Placebo entonó Special k y nos sacudimos el cansancio, volvieron las risas, los brazos en alto y los montones de gente de aquí para allá. Con The Bitter end creímos que nos despedíamos. Pero las despedidas no son fáciles. La entropía montó una trampa, las pantallas se apagaron, la banda dejó de tocar, todos cantábamos, palmeábamos, nos mojábamos y la tormenta nos acechaba. Fallos técnicos, no había luces y a esperar de nuevo, a esperar el final. Duró poco, no así el último tema. En la pantalla, lo que se representó fue a un recién nacido luchando por su nueva vida. Estábamos por renacer, o recordando nuestro nacimiento, rehechos por esa experiencia. El último tema fue un verdadero parto, no hay imagen que lo grafique mejor que Brian y Steffan tendidos en el piso y la melodía de Twenty years que se reiteraba en tonos cada vez más punzantes y agónicos, una y otra vez nos estremecía esa precipitación que se postergaba, un final que todos deseábamos, y a la vez, no queríamos que se desencadenara, Allá afuera ¿Qué habría después de esto? Quizás, la vida.

De modo desafiante este recital fue revivir para mí una historia, vida “que fue”, la sombra de esa herencia que se proyecta sobre nosotros. Ese rememoramiento tuvo un límite justo, la sobresaturación de la música en vivo de Placebo puede ser peligrosa y hostil a la vida. Hay quienes entendieron que viví en sentido trágico esta experiencia, o que fue desagradable, muy por el contrario me ha parecido que fue maravillosa, desestructurante, también una fiesta; es verdad que experimenté el morir y volver a nacer, al menos de una idea. En síntesis, celebré con cada uno y con ninguno lo que fue una suerte de rito iniciático, un símbolo de la dificultad y la importancia que supone aceptar que en un momento se requiere crecer.

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