lunes, 25 de febrero de 2008

En memoria

Hoy hacen ya dos años de la muerte de mi vieja. Se despidió de la vida del modo que le era más propio, velando por su familia y con voluntad . Quiero recordarla aquí no con sentido trágico, ni heroico, sino como un ejercicio de memoria, en tanto recuperación de sentido, en cuanto el olvido sistemático es la locura. De esta manera creo que se actualiza el presente y nos da la posibilidad de volver a vivir.

Durante nueve años de su enfermedad mi familia vivió con la certeza de la muerte, de su inminencia, de su sentido trágico, es decir, con la imposibilidad de revertir ese proceso. Mi madre sabía que iba a morir de un momento a otro. Unos meses, como máximo un año, era el promedio de vida de la ELA (esclerosis lateral amiotrófica), así lo dictaminó el diagnóstico. En un mundo en el que los hombres silencian la muerte y excluyen a los considerados "nuevos inútiles", su condición cuadripléjica, la exhibición de la cercanía a la muerte, la necesidad de hablar sobre ello y el tener que seguir adelante con el dolor, causaba horror, alejamiento, angustia y diversas forma de negación; incluso a veces para quienes la acompañábamos, hasta que comenzamos a convivir con esas contradicciones y a comprender lo difícil que era para otros. Ante el despliegue de esa ilusión absoluta, mi vieja lucho por su vida, en la medida que creo que logró comprender que, como dice Primo Levi en Si esto es un hombre, la felicidad perfecta no es posible pero también, en su consideración opuesta, lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno u otro estado limite son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana (...) Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y eso se llama en un caso esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone límite a cualquier gozo, pero también a cualquier dolor. Mi vieja, a pesar de su estado, no se entregó a ese fundamento tanático por el cual no podría haber felicidad y vida en la enfermedad, es decir, luchó por preservar la dignidad de su vida, a pesar de que las miradas ajenas no pudieran considerarla como tal en condición de invalidez. Creyó en la posibilidad de algún adelanto científico que pudiera revertir su enfermedad o al menos le permitiera sobrellevarla, pero específicamente, se esforzó en vivirla aún bajo esas condiciones limitantes. En sí, se propuso transitar con dignidad a la muerte, cosa que no todos los hombres pueden hacer.Tal es así, que durante los primeros siete años organizó la comida y limpieza de la casa junto a Felisa y Mabel, a quienes le estoy eternamente agradecida por su amor. Administraba el dinero de las compras de lo que hacía falta y ahorraba para cada uno de sus hijos una parte. Organizaba sus cuidados de sí en connivencia con nosotros, por ejemplo, sus baños y distintos dispositivos para las duchas, que le permitían poder disfrutar del agua golpeando su cuerpo, sin resignarse al sistema de esponjas y baños en la cama. Dispuso una serie de almohadones para estar cómoda en su sillón o en la cama, gracias a lo cual sólo el último año se mantuvo en cama y se hirió su piel. Se ponía cremas antiarrugas, se teñía el pelo, elegía su ropa y cosméticos a través de una señorita que le vendía e incluso compraba alguna para Evelina y para mi. Organizó su propia dieta, a base de alimentos que no fuera necesario masticar, para evitar el peligro de ahogo y que contuvieran los nutrientes necesarios. Cada tanto comía dulces que le gustaban o festejábamos un cumpleaños con su adorado champán. Arreglaba los horarios de su medicación y controlaba las dosis. Conversábamos por la tarde y en su gran cantidad de tiempo dispuesto al ocio, miraba televisión y pensaba sobre todo lo que acontecía a su alrededor y en el mundo que veía a través de la pantalla, que escuchaba en la radio y que le contaban. Le gustaban los programas de cocina, manualidades (ella antes cocía) y mirar películas. Nos sorprendía que a veces supiera de noticias o de una oferta en una tienda antes que nosotros. Diseñó todo un sistema para hacerse entender, puesto que tenía una atrofia en el habla, por lo cual sólo quienes pasaban tiempo junto a ella podían comprenderle. Buscó reducir al máximo su dependencia para poder decidir aquello que podía acerca de su vida. Decidió sobre sus tratamientos, algunos de ellos experimentales, incluso sobre sus relaciones personales, aconsejó a sus hijos, nos retó y festejó logros, discutió sobre su condición con la familia y nos exigió deberes, pensó en el suicidio pero también en cómo seguir viviendo. Decidió, a pesar de los pronósticos de los médicos, incluso, el momento de su muerte. Los meses, ese año, se volvieron nueve años, durante los cuales como se ve, no solo hubo dolor.
Algunas de sus rutinas me parecieron muy interesantes. Por ejemplo, ella decía que hacía gimnasia con la mente, veía cómo la gente movía las manos o las piernas en la televisión para no olvidar esos reflejos y practicaba aún cuando sus músculos atrofiados apenas le respondían. Compartíamos lecturas filosóficas, Nietzsche y Heidegger eran sus favoritos, junto con algunas novelas. Quizá no terminó ningún libro, pero no perdió del todo ese placer, aunque dependiera de nuestra disposición y tiempo. Miraba programas de cocina y nos pedía que le copiaramos recetas que luego trasmitía a Mabel o a Felisa. Por un tiempo escribió cartas a sus médicos y a otra mujer con su misma enfermedad que dirigía una organización de lucha contra la ELA (esclerosis lateral amiotrófica) en España, gracias a un sistema de computación diseñado por un ingeniero, adaptado a sus posibilidades y, cuando este ya no sirvió, le dictaba a su hermana.

Se aferró a sus personas amadas y a sus cosas, su casa, sus plantas, sus nuevas rutinas, y gracias a ello, conservó el juicio, tratando de no perderse a sí misma, a pesar de lo que la enfermedad le había quitado, preservó algo de lo que habría sido y lo hizo valer en esta nueva situación límite. Maltrataba o se reía con malicia de quienes la trataban como retardada, porque la gente asociaba la discapacidad con afecciones mentales; incluso de todo aquél que se compadecía, no le agradaba la lástima en ninguna de sus versiones.

Ella había sido muy independiente y lúcida y, como pudo, preservó cierta autonomía, aferrándose, como antaño, quizá con más énfasis, a quienes cuidaron de ella, sus afectos. Nunca fue dócil, tampoco luego de que se le diagnosticara la enfermedad, debíamos consentirla y responder a sus pedidos. Había sido líder, y no renunció a ello, incluso gestándose los conflictos con Pablo, Evelina y yo por su excesivo espíritu de madre sobreprotectora. Su lenguaje era sensible pero también cruel y a veces lastimó y otras tantas fue afectuosa.

Le gustaba la planificación y pensar cada cosa que hacía, tampoco desistió a esto, encontró nuevos objetivos en su necesidad de seguir viviendo y siguió por un tiempo haciendo planes con mi papá, respecto del dinero y la familia.

Viajó a Puerto Madrid con él y mis tíos, conoció el sur y vio a las ballenas, a pesar de que le decían que era peligroso. Cuando volvió se reía porque casi se caen al mar cuando tuvieron que subirla a cococho al barco.

Junto a mi tía se dispuso a buscar las enfermeras que la cuidarían ante el cansancio y el desgaste de los familiares que la habíamos cuidado por años. La familia había colapsado, insultos, conflictos, trabas de todo tipo, las vidas de cada uno en suspenso, somatización, etc. volvían insostenible seguir de esa manera e inició su trabajo de adaptación a la nueva situación. Juntas entrevistaron a numerosas postulantes y eligió a personas con quienes desarrolló una particular amistad. Quiero nombrarlas: Lidia, con su exuberante alegría, la retaba y ella se reía de sus propios caprichos. Susana, de vocación innata. La adorada hipidélica de Graciela que la mimaba con dulzura. Carolina, quién le daba ánimos y nos mantenía al tanto de las noticias de los vecinos. Ana, asistente terapéutica y quinesióloga, que la ayudó a conservar cierto control de su cuerpo. Sus hermanas, Susana y Lita, que se embarcaron en todas sus empresas. A todas ellas, en nombre de mi mamá y mi familia, no me alcanzan las palabras para agradecerles lo que hicieron por ella, con paciencia, profesionalismo y cariño.

Ninguno fuimos héroes, expusimos miserias y debilidades, asumimos desafíos y debimos adaptarnos y resistir a la imposición de esta situación. Los hijos consentimos sus caprichos para hacer funcionar su sistema, a veces con cariño y otras de mala gana, como muchos hijos; mi padre la acompañó en cada una de sus esperanzas y de sus decisiones, ambos temerosos y aventureros, a veces equivocándose, pero con un amor que creo nunca tuve oportunidad de presenciar en otra pareja.

Nadie dejó de ser afectado, quedaron las marcas gravadas en cada uno de nosotros, a través de esta experiencia fundamental de vida junto con la enfermedad y la muerte.

El último año, mi vieja sabía que aquello que había preservado era cada vez más difícil de retener, que todos esos cuidados de si, virtudes cotidianas, voluntades, cierta autonomía, formas de ser, se iban perdiendo.Cada vez más sometida a la necesidad y los sufrimientos del cuerpo, yo creo que decidió que ese era el momento de morir, argumentó que aspiraba a tener una muerte digna, ante la imposibilidad de sostener una vida digna, en la medida de ver que día a día perdía todo lo que significaba para ella ser Mary, esto era igual a perderse a sí misma, el juicio e incluso advirtió que corría el riesgo de que quedaran a disposición del poder médico decisiones acerca de su vida o su muerte. Fue su último gran acto de voluntad.

Por ello siempre la recordaré como la figura de alguien fuerte que no se rindió a las razones de otros y de nuestro mundo por las cuales su vida debería haber sido la de la espera de la muerte y no la vida misma. Que no se confunda, ella no tuvo un espíritu cristiano de sacrificio y martirio, sino valor para seguir viviendo defendiendo su libertad en terribles condiciones. Así quiero recordarla hoy, con amor y con respeto por su enorme voluntad de vivir.

4 comentarios:

  1. Me conmovió tu escrito, Ile. Por lo que dice y por lo que representa. Es admirable tu posición, muchas veces la gente teme recordar.
    Me pareció una forma madura, sincera, grata y amorosa de recordarla y que me lleva a pensar que vos tenés esa voluntad que contás tenía tu mamá.

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  2. gracias luc! Me hizo muy bien tu comentario. Que no se corte!!!

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  3. Ile, justo vengo del velorio de la mamá de un amigo. Siempre que me enfrento a esto, salgo sintiendo que el mejor honor y muestra de respeto que podemos hacerles es amar y celebrar la vida que tenemos.

    Abrazo gigante.

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  4. En honor a la verdad debo admitir que hacía bastante que no me sentaba a leer tu blog Ile, pero estoy remediando eso.
    Lo cierto es que no puedo evitar decir que me tocó en lo profundo éste texto.
    A pesar de que la palabra "conocer" no le hace justicia, gracias por permitirnos haber conocido algo de tu vieja en el reflejo de tus palabras...

    Un abrazo grande

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