martes, 4 de marzo de 2008

The Police en River Diciembre 2007

Pasó el fin de año. Diciembre, especialmente, es fácil de musicalizar. Alcanza con habernos sumergido en la obra de The Police. La tarea de llegar a un recital de estas magnitudes, aún en el marco de un año plagado de megarecitales por estación, está fuera de toda finalidad monótona. Los caminos a los estadios como River Plate están garabateados, son sinuosos, pero lo que se encuentra en el montaje artístico dispuesto para el espectáculo es un caudal de emociones, ansiedad, recuerdos, de unas sesenta mil personas, agrupadas en diversas escenas, que se hallan allí listas para un evento que no pasaría desapercibido, por la larga ausencia de esta banda en el escenario, porque es percibido por tener todo para hacer historia en el rock, mientras no supone la expresión de una nueva obra artística.
La “masa”, ese invento sociológico, se dispersa en la espera. No existe una identidad replegada sobre sí, no hay looks que remitan a una estética predominante. Tampoco es hegemónica una franja etaria, no hay grupos que marquen tendencia; se disponen amigos, gente sola, parejas, familias, recién conocidos, una gran comunidad unida por la música, de origen variado, que se muestra apacible y un poco fría.
Una voz límpida, desangelada, se escucha siete y media de la tarde, a plena luz. Beck sale a escena y el furor y los aplausos duran apenas la sorpresa. El público se agolpa en temas como “ “Where it's at" y "Devil's haircut". Beck no hizo demasiado, más bien, hizo de banda telonera. Los músicos, igualmente, bailaron al son de melodías coloridamente fatigosas e irónicas, provocando, por momentos la algarabía de la fiesta. Se les agradece. Parecía claro que el público de The Police no es el de Beck; pocos conocían las canciones de estos últimos y eran fácilmente identificables. Esto no deja de sorprender, ya que muchos de sus fanáticos tenían expectativas de que la banda, a la manera que lo hizo Franz Ferdinand cuando arribaron a nuestro país para secundar a U2, aprovechara su estadía brindando para sus seguidores un recital aparte.

Es que quizás toda fiesta, incluso la del rock, es nocturna. Al bajar el sol, el recital de la banda soporte tomó otra dinámica, especialmente luego del tema que los consagró, Loser. Desde allí, Beck hizo un mayor despliegue, la música sonó más ajustada y poderosa. El cambio fue agradecido y disfrutable.

Una hora después, los espectadores, que ya se habían anticipado a la puntualidad de los músicos y a la lista de canciones, palmeaban para que se diera inicio al show tan esperado. La entrada de The Police, el trío británico que pasó veintitrés años separados, no pudo dejar de sorprender. Cinco pantallas gigantes se encendieron, a la par de un decorado de tintineantes luces rojas, azules, verdes y amarillas que formaban arabescos y, bajo ellas, los músicos, Sting, Summers y Stewart Copeland, engalanados de discreto negro, que a pesar de sus años, correteaban al son de Message in a bottle. The Police inauguraba así su presentación ante sesenta mil personas que cantaban, bailaban y hasta poggeaban a la manera inglesa.

El espectáculo fue impecable, estética y musicalmente, Walking on the Moon, Hole In My Life y Can’t Stand Losing You nos dejó exhaustos, nunca creí que me cansaría tanto con una banda de sexagenarios. Con Invisible Sun y Roxanne el estadio estallaba en lágrimas y todos, y cada uno, rememoró algún recuerdo de su pasado con Every Breath You Take. Sting nos invitó a cantar cada uno de los estribillos y a improvisar junto a él, jugaba con sus compañeros y el flujo de ellos hacia su público fue de una corriente afectuosa.

La música tiene la cualidad de hacernos recordar el pasado, y algo de eso hubo, aunque este espectáculo resignificó el presente de muchos de sus fanáticos y a otros tantos nos permitió la posibilidad de escuchar a uno de los mitos del rock en vivo.

Ahora bien, a qué se debe esta recurrencia constante a los mitos del rock, expresado en una suerte de nostalgia, que anuncia el regreso de muchas bandas.

Si el futuro nos toma por asalto, quizás nunca tuvimos la posibilidad de renunciar al pasado. En ocasiones la nostalgia viene dada por la imposibilidad del abandono. Si en el siglo XIX y principios del XX la sensación fue la de estar empezando siempre de nuevo, se dice que la del siglo XXI pareciera vivirse como la dificultad de terminar alguna cosa o irse, algo así como que fugarse exige un exceso de voluntad. Paralelamente a un mercado de la nostalgia crece una demanda no satisfecha de novedad, no porque no haya cambiado alguna cosa en el mundo, sino quizás por el conflicto que supone identificar y pensar esos cambios.

Particularmente en la música, y específicamente en el rock, no deja de sorprender el reagrupamiento de viejas bandas, probablemente por el imperativo de la vanguardia, de creación, de novedad y rebeldía que se adjudicó al origen de la propia identidad roquera. Pero todo origen es caótico, por tanto esa identidad es puesta en duda en su carácter cultural canónico por estos tiempos. En la Argentina, Peter Capusotto retrata con humor, en tanto homenaje pero también con ironía, cierta decadencia del rock. Menos popular es la crítica interna dentro de esta cultura musical, los que podríamos denominar como los postmodernos del rock, que en otra de sus operaciones de borramiento, anuncia la muerte del género, a través del denominado post rock, término acuñado por el crítico Simon Reynolds en su reseña del álbum Hex de Bark Psychosis en la revista Mojo en 1994, y divulgado luego en la revista The Wire, pero que según él mismo era un concepto bastante difundido en el ambiente desde mucho antes. El post rock supondría un sonido minimalista basado en texturas inspiradas en el jazz, con canciones más largas y atmosféricas, estética y técnica influenciada por bandas como Talk Talk, Tortoise y Mogwai , extendiéndose luego desde el sonido lento y atmosférico basado en guitarras de Boxhead Ensemble, hasta el rock de Radiohead y la electrónica de Stereolab.
Pero la celebración de la disolución del pasado del rock no parece tan
popular en tiempos en que The Police llena dos estadios River, y se reúnen para hacer giras mundiales Led Zeppelín, The Who, Génesis, Deep Purple y, particularmente en la Argentina, Soda Estéreo ¿ Será, en cambio, parte de una museificación del pasado espectáculo? ¿O simplemente se trata de músicos devenidos en empresarios?

El dilema es descrito por Sergio Pujol, desde la mirada de los fans, en una inteligente nota publicada en la revista Rolling Stone. El periodista afirma que dentro del público están quienes saben que el tiempo no vuelve (…) O imaginan cómo habrá sido aquello en su tiempo y espacios originales, cuando el presente le reclamaba al futuro. Mientras tanto, otros miles (…) le negarán al reencuentro con esa banda legendaria toda significación que no sea la comercial y calificarán a los que están ahí arriba de patéticos.

La posibilidad de presenciar y revivir en vivo música entendida como del pasado pareciera ser al rock algo así como permitirse un momento de nostalgia, dice Pujol. El debate entonces gira entorno a, por un lado, una cuestión de sentidos, por otro, a la propia identidad juvenil y rebelde que se adjudica el género y, finalmente, a las tendencias y al comercio.

No podemos negar que la identificación de la juventud con una etapa generacional, la gestación de una cultura pero también de un mercado orientado a esa juventud y el rock, son fenómenos que convergen en la década del 60´. Este que ha sido registrado como un origen es a la vez el principio que rechaza los regresos de quienes fueron los protagonistas de esa trayectoria. Quienes promueven y asisten la vuelta de las viejas bandas, en un contexto de nostalgia de las estéticas del siglo XX, junto con la presencia masiva de una amplia gama etaria en los recitales, podría servir para atestiguar la vigencia de las identidades forjadas por esos años, en lo musical, particularmente marcan tendencias las décadas del 80´y 90´. Aquello parece ser un pasado que se ha vuelto algo propio de nuestro tiempo, mientras a su vez evidencia que la cultura del rock tiene héroes y seguidores vivos, tiene próceres, mitos y una historia, se le adjudica un origen y una identidad que se debaten entre viejos y nuevos. La cuestión de los sentidos, solo puede ser producto de esa tensión y no de la supresión de la misma. La pasión del rock se conjugaba con la juventud y la rebeldía durante la segunda mitad del siglo XX, no porque sea una relación natural, sino porque se define por un sentimiento. Este afecto, sin embargo, ya no es más, desde hace tiempo, exclusivo de la juventud. La identidad también les pertenece a quienes fueron los jóvenes de los últimos cincuenta años. Estas materialidades, con sus fijaciones y repeticiones, dan lugar a la creencia en esa identidad. El rock y sus sentidos está entonces más vigente que nunca. No hay una única forma de ser joven roquero, lo que hay es un sentimiento de pertenencia a esa identificación, y los que vuelven quizás son los símbolos de la misma, los símbolos que alimentan la creencia.
La operación excluyente resulta más propia del mercado que de los jóvenes identificados con la cultura del rock, en tanto el mercado destinado a los adolescentes hizo de la industria del rock uno de sus nichos más preciados, contribuyendo a las primeras tensiones generacionales y argumentos reactivos, o en el mejor de los casos nostálgicos, respecto de las nuevas bandas. La crítica moral al rock, sin embargo, no es nueva, fue también parte de esa identidad originaria, y un argumento de la misma consistió en asociar el éxito y la comercialización masiva con la impureza artística. Muy por el contrario, la industria del rock fue sumamente exitosa desde aquellos tiempos. Lo que se cuestiona de forma más específica en los casos del reagrupamiento de las bandas antiguas, es el oportunismo, el despliegue de espectáculos masivos sin producción de nuevas obras, que pude ser vinculado con la baja de ventas de los discos clásicos, así como con la crisis de las discográficas a causa de la difusión o piratería de discos a través de Internet. Este hecho fue blanqueado por Radiohead recientemente al sacar su nuevo disco, In Rainbows, sin ningún contrato de por medio, vía Internet, sin ponerle un precio fijo, sin formato material. Más allá de que Radiohead planteó que no fue un intento de ir en contra de la industria discográfica, queda claro que establecieron un precedente de una nueva relación entre los artistas y los consumidores, así como que los artistas mismos experimentan con las mejores oportunidades para la difusión y venta de su producto frente a los nuevos desafíos que impone la red. En fin, parecería ser, que los músicos son antes que revolucionarios, también empresarios. En ese contexto, las posibilidades que ofrecen los recitales en vivo no son despreciables, cuya rentabilidad y poco riesgo, en el caso de figuras consagradas por su historia, aseguran un éxito comercial. Pero esto nada tiene que ver con la música, sobre todo, tomando en cuenta que esos músicos tocan mejor ahora que por entonces.

El oportunismo cuestionado es agravado, desde la perspectiva escéptica, por la falta de novedad, otro imperativo del pacto originario asignado al rock, el de dar testimonio de su tiempo.
Estas bandas originarias estarían hablando en nombre de otro tiempo. Pero es viable pensar que no hay progreso en la música, no hay acumulación de un saber musical, en todo caso, son, existen, estos músicos están vivos, como su público, viejo y nuevo, que desea escucharlos.

El debate planteado en los términos de defender unos sentidos del pasado y la fe en los mismos, cuya respuesta es la reacción a lo novedoso, no parece fructífero. La crítica a la identidad originaria del rock parecería, sin embargo, ser más interesante, no por una supuesta moralidad a la que deben adscribir los músicos, sino a partir de una concepción artística del mundo, que es sensual y cruel, pero también transitoria, que goza con la fuerza creadora y destructora en su eterna creación. Irse no es siempre sinónimo de que algo ha dejado de ser, estas bandas reunidas existen porque están, la identidad forjada por esos actores tiene vigencia, ellos son sus mitos vivos, a pesar de haberse ido por un tiempo y de volver sin novedades. El desafío quizás no está en apoyar o renegar de la posibilidad revivir el placer provocado por la belleza creada en el pasado reciente, sino en el devenir del poder de seducción de la crítica a esa herencia.

Parte de esta nota fue publicada en Revista Prometheus (www.pmdq.com.ar) nº 24, año IV.

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