viernes, 2 de mayo de 2008

Centralismo y federalismo y el debate en torno a los límites del poder

Ezequiel Gallo presenta el debate en torno a la federalización de Buenos Aires como parte de la reflexión que realiza la elite intelectual y política de la época acerca de los límites del poder. El marco en el que se inscriben estas ideas políticas es el que ha sido caracterizado como proceso de consolidación del Estado Nacional y configuración de un orden político legítimo.

Aceptando el principio liberal de gobierno limitado; Alem, Alberdi, Hernández y Tejedor, entre otros, discuten las maneras posibles de distribuir y limitar al poder nacional con el objetivo de evitar la centralización o descentralización excesiva del mismo, así como las extralimitaciones de quienes lo detentan.
Las diversas posiciones enunciadas en aquella ocasión, encuadradas todas ellas en cierto consenso acerca de los principios del liberalismo clásico, remiten a algunos elementos que forman parte de la mitología sobre la que se sostiene la justificación del origen del Estado Nacional, cuyo correlato parecería ser aquella coincidencia felíz entre protagonistas e historiadores, señalada por Gallo, al caracterizar a 1880 como un hito en la trayectoria político institucional del país y a la federalización de Buenos Aires como el acontecimiento símbolo de la solución política alcanzada por ese entonces.

Una de las variables privilegiadas para el análisis comparativo de los discursos de los actores que intervinieron en el debate es la referencia implícita en todos ellos al centralismo y al federalismo.

Alberdi resume su posición al afirmar que el dilema en torno a la federalización de Buenos Aires no es geográfico sino de gobierno fuerte, intentando trascender los sentimientos anti-porteños y argumentando en favor de la integración nacional. Se trata de un problema de autoridad y gobierno que en el discurso aparece ligado a su preocupación por la seguridad y el orden como precondiciones para el establecimiento de un gobierno serio, estable y eficaz limitado por la ley. Pero su punto de vista no es exclusivamente político, como es de esperar de un hombre formado en el derecho, sino que plantea en términos jurídico políticos el problema al señalar que con la ley de federalización no está en juego la autonomía de la provincia, es decir, no está en duda el carácter federal de la República, sino la autonomía de Buenos Aires en tanto Estado o Nación. Este argumento estratégico Alberdi lo elabora a partir de considerar que si bien la Constitución de 1853 constituyó un poder nacional, su reforma de 1860 otorgó atribuciones del poder nacional efectivo a la gobernación de Buenos Aires, originando una dualidad de gobierno insostenible si se aspira a la conformación de una Nación.

Alem y Tejedor, ambos políticos fomados en la experiencia del autonomismo porteño al calor de las luchas facciosas, sostenían como argumento opuesto que la federalización de Buenos Aires formaba parte de una tendencia del poder central a expandirse y fortalecerse, es decir, la entendían dentro de un conjuto más amplio de medidas tendientes a la centralización del poder, cuyo efecto sería, desde su perspectiva, una mayor concentración del mismo en una autoridad nacional que, en rigor, ya gozaría de las atribuciones y elementos necesarios para conservarse, expandirse y fortalecerse.

En ese sentido, Alem construye su discurso en base a una crítica a las pretensiones del poder central de arrogarse cada vez más facultades, enumerando una serie de recursos y poderes que demostrarían que era ya lo suficientemente fuerte. Por esa razón, Alem caracterizaría a los temores acerca de la fragilidad o carácter vacilante del gobierno nacional como imaginerías fraguadas evocando a la tradición y la historia y no en las singularidades del presente sobre el que se estaba discutiendo.

Tejedor, por su parte, argumentaría defendiendo lo que él consideraba los derechos federales de los Estados en base a comparaciones con el modelo norteamericano.

Contra Tejedor, Alberdi le contestaría que Buenos Aires no puede arrogarse un poder análogo al poder nacional y que era necesario que delegara parte de sus atribuciones y recursos a una autoridad mayor para garantizar la unidad. Alem dialogaría con Alberdi al argumentar en contra de la caracterización que este último hacía, la de un país sin gobierno o con un gobierno débil, de un poder nacional nominal que convivía con un poder de hecho con residencia en Buenos Aires y en donde se encontrarían los recursos y medios para gobernar. Para Alem el gobierno nacional no era nominal puesto que habría ido consolidando progresivamente sus facultades bajo las presidencias fundacionales.

En síntesis, si para Alberdi la federalización de Buenos Aire representaba la solución política posible al dualismo de gobierno en favor de la unidad, paz y organización definitiva de la Nación; para Alem suponía la entrega de la suerte del país al jefe de gobierno, propiciando la instalación de una dictadura. Mientras que Hernández entendía que, por el contrario, la ley de federalización quebraría justamente los instrumentos de la dictadura, en la medida de que otorgaría paz, orden y estabilidad institucional al país, aunque no explicita de qué manera. Para Hernandez entonces esta ley suponía la resolución del último problema de nuestra organización nacional.
Hemos visto que los límites preferibles al gobierno central que cada uno de estos personajes propone, guardan una correlación con las caracterizaciones que hacen de la distribución de los recursos vitales y medios de gobierno entre el poder provincial y nacional en ese momento.

Si para Alberdi existían dos gobiernos, uno de nombre y uno de hecho producto de la reforma a la Constitución en el 60, que habría puesto en manos del gobierno de la provincia de Buenos Aires los medios y recursos del poder nacional; era necesario revertir esta situación unificando estos dos poderes redundantes que amenazaban con dividir al país en dos Estados. He aquí la escencia de la ley de federalización para Alberdi: institucionalizar la voluntad política de Buenos Aires de poner al servicio de toda la Nación el poder efectivo.

Alem, como señalamos, asume que el poder nacional ya posee los elementos necesarios para gobernar, otorgados por una constitución centralista y una legislación que considera unitaria que crearon un poder Ejecutivo fuerte, que elige a su gabinete, siendo el presidente el jefe de un respetable ejército, contando con un tesoro nacional bien provisto y con un poder de coerción legítimo capaz de tratar como sedicioso a cualquier levantamiento o acción militar que lo cuestione. Se desprende de esto lo innecesario de la ley de federalización para Alem, al menos, en términos de lo que nosotros denominaríamos gobernabilidad.

Tejedor, por su parte, defendería la garantía de cada provincia del goce y ejercicio de sus instituciones. Consideraba que muchas provincias habrían perdido sus derechos por la tendencia al centralismo y especialmente por los abusos del poder central que habría recurrido a intervenciones, al estado de sitio y a una distribución desigual de las fuerzas militares para usufructuar dichos derechos. En este sentido, Tejedor no solo argumenta en oposición de la federalización de Buenos Aires, sino que reclama la vuelta a un estado de cosas anterior, la reestitución de algunos derechos provinciales perdidos como la regulación de los ríos navegables internos, derechos sobre sus aduanas y puertos, mantenimiento de una constitución propia y exigía la conservación de las milicias provinciales.

Hernández, en cambio, integraría con más claridad al debate la dimensión económica que acompaña el problema de la unidad nacional y la organización de un gobierno efectivo. El capital, el trabajo y las tierras de Buenos Aires no convenía que se encontraran escindidos y rivalizando con la Nación entera. La unidad, organización y la paz hacia el interior del país era condición para el desarrollo de la riqueza pública y el comercio, es decir, tanto para la conformación de una burguesía nacional, así como para la extracción de recursos fiscales que le permitieran al Estado Nacional hacer algo más que garantizar su supervivencia a través de la guerra.

La evocación al peligro de la guerra externa aparece en el discurso de Alberdi y de Hernández. Parecería una estrategia discursiva orientada a apelar a la necesidad de unidad interna, alentar la integración de Buenos Aires y evocar un sentimiento de nacionalidad a favor de la federalización.

Para Alem el peligro es interno: la centralización del poder nacional y su voluntad de gobernar en exceso avasallando las libertades individuales, a la sociedad civil, la familia y al propio Estado al hacerlo depender de la capacidad y buena voluntad del presidente y su gabinete. Esta situación va acompañada de la revolución, en tanto para Alem concentración y revolución son los dos nombres de una misma enfermedad. En parte también porque para un hombre formado en la política como Alem, dirá Gallo, la actividad política era garantía ineludible de las libertades privadas entendidas como el motor fundamental del progreso. De ahí el papel esencial que le otorga a las organizaciones partidarias. En cambio Alberdi, cuya trayectoria es antes más bien intelectual, ligada al derecho y los negocios, pero también por ser sinceramente pesimista, no confiaba en la virtud cívica como garante de las libertades individuales. Finalmente Hernández expresa un punto de vista también escéptico, considerando que la actividad partidaria dividía al país, probablemente por entender a la política en términos de lucha facciosa y de tipo personalista antes que en el sentido moderno que adquirió con posterioridad.

Gallo se pronuncia acerca de quién entendía la política en términos modernos al afirmar que Alberdi comprendía entonces que no sólo debía triunfar la descentralización, sino también la política, al plantear los límites del poder central garantizando la existencia de un sólo gobierno efectivo que asimismo fuera distinto a las fórmulas absolutistas del Antiguo Régimen, aquellas que entendían a la política como la continuación de la guerra por otros medios. La guerra sobrevino de todos modos, aunque pareció ser más bien la política resuelta por otros medios, unos que quizás no son los mejores.
En parte este debate es posible inscribirlo en las reflexiones acerca de los límites de la razón política. Ante la multiplicación de poderes políticos de la razón, dice Foucault, los hombres del siglo XIX se preocuparon por sus límites. Allí intervino la filosofía, especialmente a partir de Kant, quien señaló el principio de una tradición que le atribuiría a la filosofía el rol de impedir que la razón sobrepase los límites de lo que está dado en la experiencia. Esto era exigirle quizás demasiado. En nuestras sociedades, es decir, con el desarrollo de los Estados modernos y la organización política de la sociedad, el papel de la filosofía también ha sido el de vigilar los abusos del poder de la racionalidad política, sin mayores logros.

La razón de Estado podría entenderse como un gobierno racional capaz de aumentar la potencia del Estado en consonancia con él mismo. Esto mismo se expresa en los argumentos de Alberdi, quien se vale de sus análisis de aritmética política para evaluar la fuerza, el potencia y capacidad de resistencia del flamante Estado Nacional amenazado. A Alem y a Tejedor le parece excesivo su potencial, en parte, porque atenta contra la supervivencia del propio Estado provincial. El problema del establecimiento de un órgano central de comunicaciones entre poderes conflictivos, que asimismo concentra la toma de decisiones, impuesto a través de un lazo nacional que hilvana partes dispersas y que se impone como una autoridad por encima de las partes, no es exclusivamente un problema de violencia instrumental, de la fuerza de la autoridad nacional aplicada sobre el Estado provincial. A mi entender fue y será un conflicto en torno un tipo particular de relaciones de poder, ante lo cual cabe seguir indagando cómo se racionalizan dichas relaciones para poder complejizar los análisis. Yo creo que la historia entre la disputa entre poderes provinciales y poder nacional no es repetitiva, basta con profundizar en algunos detalles impuestos por las determinaciones y contingencias históricas para encontrar diversos matices a la consideración de que la Argentina sería desde 1880 un país unitario, cuando a veces el poder de la descentralización ha funcionado como verdaderas máquinas de debilitamiento del Estado sin cuestionar, dejando intacta, a la razón política, esa que no admite que se escriba su historia, ante la cual Foucault propuso marcar líneas de problematización.

Parece ridículo ese reproche al Estado de ser un factor centralizador, por un lado, e individualizante y totalitario, por el otro, en la medida de que desde un principio, asociado al poder pastoral, el Estado fue a la vez centralizador, como individualizante y totalitario.

La crítica al Estado con el argumento de limitar su poder es falaz, en la medida en que el poder centralizador, por un lado, y totalitario e individualizante, por otro, no es exclusivo del Estado, sino de la racionalidad política que ha enraizado en el poder pastoral y en la razón de Estado y el poder de policía, por tanto, la crítica no puede ser solo a sus efectos, sino a las raíces mismas de esas formas racionales de organizar el hacer político.

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